Por: Jairo Báez
¿Acaso pueda existir una forma de presentar un análisis de caso que no sea aquella del aburrimiento?
Un cuerpo que surge de las cenizas de la mirada de la aceptación del otro-Otro, que rompe con la esquizofrenia, el rechazo o la ausencia, para tornarse en un arma capaz de destruir cualquier otro-Otro cuerpo que emerja imponente donde nada existe. Cabello largo, grandes proporciones bien armonizadas; grandes pechos, grandes nalgas, grandes piernas, grandes brazos, grande voz, grande belleza en armonía con la muerte que expele. La belleza es muerte; trae muerte, es muerte.
Cuerpo mal mirado, mal tratado, mal tocado, mal decido, mal seducido, mal satisfecho, se torna violencia, huracán, desierto, moridero, sifón y podredumbre de otros cuerpos. Nada podrá controlar la violencia con la que tragará cuerpos reales, cuerpos imaginados, cuerpos simbolizados; todos irán a ese lugar que está más allá de todo olvido; irán al desecho y al repudio, dónde ni siquiera el estrago los alberga, porque no se puede dar habitación, que aunque lúgubre y mortuoria, cobija, todo aquello que sea residuo.
No hay retoques, no hay arreglos. Es natural; calzones rotos, brasieres deshilachados; calzón mal puesto, brasier, a más de transparente, sucio, ayudan a potencializar la violencia con la que caerá el héroe que por su bocaza, será la próxima de sus víctimas. Sus soldados, (así ha llamado a sus tetas), aunque caídos, se levantan para dar cuenta del invasor. Ni siquiera a las puertas de su vagina abierta podrá acercarse, menos podrá llegar a resbalar en la humedad que empieza si traspasar pudiera al menos un milímetro adentro de aquellos labios bajos, nada inferiores.
Cuerpo lienzo de pintores locos que toman la piel para seducir doncellas, no sabiendo que este cuerpo no ha sabido ni nunca ha querido ser mancillado. El placer es la debilidad para ellos; démosle lo que quieren; ante el cumplimiento del deseo, el deseo acobarda, recula, avergüenza. No hay peor venganza que darle placer a quien así lo codicia y lo arrebata. ¿Quiere placer?, ¡ahí lo tiene! Ahí sabrá lo que es el goce; aquel placer que se torna tormento por su imposible incumplimiento ante lo acariciado. El peor martirio que se le puede otorgar a un cuerpo hambriento y lascivo es el no sufrimiento. Cuerpo nada que ni siquiera la desventura puede sentir. Fin de la historia, ese cuerpo no existió, no existe, qué pase otro. La misma suerte correrá.
Ese cuerpo lo sabe, lo perfecto es imperfecto; lo imperfecto atrae por lo perfecto. Ahora tendrán que soportar su venganza aquellos otros cuerpos que un día le pidieron una perfección donde no existe, que no existe; les enseñará ahora sí, como una lección, que la perfección suya no era tal.
Ese cuerpo sabe matar los cuerpos. Sabe que el cuerpo mujer se mata con el veneno del orgullo y el cuerpo hombre con el cáncer del poder; falos y castraciones dan lo mismo, ambos remiten a la prepotencia de una existencia inexistente. Ese cuerpo sabe que el cuerpo familiar es el primero que se debe destruir, pulverizar, atomizar, des-aparecer, a-parecer, fenecer. El cuerpo del hijo se funde con el cuerpo del padre, el del padre con aquel del abuelo y ya nada queda más que la vergüenza de no haber cumplido con los roles y funciones que delegan a los cuerpos los símbolos en la ausencia misma de cualquier función natural. ¿Y la madre? El cuerpo de la madre fue el primero en ser devorado por su operante inoperancia. Imposible identificación.
Este cuepo brioso, impulsivo, estridente y frenético, pronto descubrió la debilidad que tienen los cuerpos por la imagen; las imágenes puestas como señuelo; la imagen de un cuerpo despreciado, aniquila más que el propio real cuerpo. La luz es su aliada, la luz que trae consigo la oscuridad y en la oscuridad los cuerpos son frágiles, tiernos, bobos; caen cual pollitas encantadas por todo lo que ilumina. La verdad de su cuerpo, la verdad de todos los cuerpos es su sombra; esto es, la nada, la apariencia.
- Matar no produce placer, ¿sabes?, ser matado, destrozado, pulverizado, lacerado, degrado, eso sí que les produce placer.
- ¿Dirá goce?
- No lo sé, no los se distinguir, no he sentido ni lo uno ni lo otro. No siento nada, no me acuerdo haber sentido. Bueno sí. Lo que pasa es que el tiempo, que no tengo, ni lo he tenido, no me permite afirmar nada con respecto a límites.
El cuerpo es la habitación lúgubre y lúgubre es habitar un cuerpo despreciado; por eso es mejor hacer de la habitación un arma de guerra, que aniquile cualquier cuerpo que se precie en su imponencia: Juno y Quirón, Afrodita y Príapo, (otros de héroes y mortales), ya han sido vencidos por el cuerpo despreciado que un acontecer hizo arma aniquiladora de dones imaginados e incapaces de realizarse en su ofrecimiento y postración retadora. El esclavo triunfa; el amo pierde. Siempre ha sido así. El cuerpo sabe, lo sabe.
Una vez los alambres y las cuchillas de acero atravesaron su cuerpo; pero no necesitó de otro cuerpo para que lo atravesará; fue su mano, su propio deseo, quien lo atravesó. Creyó sentir de nuevo, pero pronto se dio cuenta que nunca sintió. Atravesar su cuerpo es fácil; sin embargo, pagarán con desabrimiento el desprecio con el que se le paga a quien hasta allí se atreve. Sacó los garfios que hundió en sus carnes; las cuchillas dejaron de cortar la piel; fue una mala interpretación. No hay placer, no hay goce allí. La luz se acerca, la sombra también, pero tampoco lo logran. No hay placer, no ha goce más que en ser mirado… ad-mirado.
Este cuerpo violento y vilipendiado hace de su propósito una estética de innegable reconocimiento. Lo ha logrado, el espectador ha fijado su mirada en él; pero con la mirada, pulsión escópica, extremidad que opera el placer y el goce, que monitorea el ojo, el espectador, también, entrega su cuerpo para sumar los triunfos de un cuerpo desgarrado, de ese cuerpo arma, que arma una defensa y un ataque de lo que ya nada queda. ¡Un cuerpo!