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sábado, 7 de julio de 2012

LAS 7 VENTAJAS DE LA GORDURA


Por: Alejandra Azcárate

Publicado en Aló.com (Recuperado 7/7/2012)  

Me gusta el cuerpo liviano, ágil y elástico. Me identifico por mi genética y metabolismo con una estética sin protuberancias, relieves y desproporciones. Pero así mismo, hoy decidí alejarme de mi primaria perspectiva de lo bello para abrir mi mente y analizar las ventajas de la gordura. Una mujer que nace gorda o que se engorda debe tener ciertos puntos a su favor que deben ser resaltados y no señalados por las flacuchentas como yo.
  1. No piensan a la hora de comer. Esa es una invaluable sensación de libertad. No se mortifican por los horarios adecuados para ingerir los alimentos ni mucho menos se estresan por la escogencia de los mismos. Una bandeja paisa al desayuno no es una posibilidad absurda, al contrario, puede ser una realidad semanal.
  2. Cuando van a los almacenes no se pasan horas midiéndose opciones de prendas porque pocas veces encuentran su talla. Sus compras son breves. ¿Qué me queda? Eso me llevo. Punto.
  3. Se sienten como unas princesas ya que ellas sí conocen de cerca la verdadera caballerosidad. Los hombres les ceden el puesto por miedo a que se les sienten encima, las miran con ternura para evitar una agresión, les sonríen, las saludan con palmada en el hombro, les corren la silla porque no caben, les abren la puerta del carro para cerciorarse de que sí entran y no las morbosean porque rayarían con la aberración.
  4. Disfrutan a plenitud la amistad. Las gordas no generan envidia, así que además de convertirse en grandes amigas producen una confianza que solo es recompensada con lealtad. No sufren el dolor de la traición ni prueban el veneno del engaño.
  5. En el sexo se desinhiben con facilidad. Contrario a sentir complejos por su figura, tienden a ser tan seguras de ellas mismas que se convierten en grandes amantes. Siempre se entregan como si fuera la última vez, porque de hecho saben que podría serlo. No tienen límites, no les preocupa si la luz está prendida o apagada, no las altera ninguna posición, saben con certeza que su fortaleza es generar placer hasta el punto de hacerle olvidar a su pareja la sensación de estar amasando un sofá abullonado.
  6. La playa o el plan de piscina no las cohíbe. Uno las ve pavoneándose sin pareo y sin el menor pudor. Se asolean como un sapo boca abajo desparramadas sin tapujos. Con la bronceada se les marcan los pliegues a los cuales el sol no alcanzó a entrar, quedan llenas de líneas como si hubieran sido atacadas por un león y no les importa. Salen de esqueleto, ombliguera o shorts, frescas.
  7. No viven pendientes de los tratamientos, trucos o sistemas para alcanzar la figura ideal, son conscientes de su realidad, se aceptan evitando luchas sin sentido. Así se aman y así las aman.
Si resumimos, la gordura genera libertad. Algo que pocos seres logran conocer a lo largo de su vida. Es cierto que por momentos debe producir insatisfacción y una lucha por modificar lo existente. Pero a la vez se alejan con facilidad de las presiones y convierten su figura en su mayor factor de seguridad.

Con todo y eso, no nos digamos mentiras, es mejor ser flaca. Así que no se engañen más. Dejen de pensar que son de huesos grandes, que retienen líquido y que el color negro adelgaza. Están gordas. ¡Asúmanlo! Y así suene cruel, es la cruda verdad. Ojo no con la tiroides sino con la ‘mueloides’ y sobre todo no olviden que uno gordo se ve lindo solo cuando es bebé.

lunes, 3 de octubre de 2011

CASO ROBERTO


El Caso Roberto

Rosine Lefort

Roberto nació el 4 de Marzo de 1948. Su historia fue reconstituida trabajosamente, y si los traumatismos sufridos pudieron conocerse fue, sobre todo, gracias al material aportado en las sesiones.

Padre desconocido. Su madre está actualmente internada por paranoica. Lo tuvo consigo hasta los cinco meses, errando de casa en casa. Desatendió los cuidados esenciales llegando incluso a olvidar alimentarlo. Debían recordársele sin cesar los cuidados que requería su hijo: aseo, alimentación. Se demostró que el niño estuvo desatendido hasta el punto de sufrir hambre. Debió ser hospitalizado a los cinco meses en un estado avanzado de hipotrofia y desnutrición.

Apenas hospitalizado, sufrió una otitis bilateral que requirió una mastoidectomía doble. Después fue enviado al Paul Parquet, cuya estricta práctica profiláctica todos conocen. Allí estuvo aislado y alimentado con sonda a causa de su anorexia. Salió a los nueve meses, y fue devuelto, a  la fuerza, a su madre. Nada se sabe de los dos meses que pasó entonces con ella. Sus huellas reaparecen en ocasión de su hospitalización, a los once meses, encontrándose nuevamente en un estado marcado de desnutrición. El niño será definitiva y legalmente abandonado algunos meses después, sin haber vuelto a ver a su madre.

Desde esta época hasta los tres años y nueve meses, el niño sufrió veinticinco cambios de residencia, pasando por instituciones de niños u hospitales, sin habérsele colocado nunca con una familia adoptiva propiamente dicha, subvencionada por el Estado. Estas hospitalizaciones fueron requeridas por sus enfermedades infantiles, por una amigdalectomía, exámenes neurológicos, ventriculografía, electroencefalografía, cuyos resultados fueron normales. Se destacan evaluaciones sanitarias, médicas, que indican profundas perturbaciones somáticas, y cuando lo somático mejoró, deterioros psicológicos. La última evaluación de Denfert, cuando Roberto tenía tres años y medio, propone una internación que sólo podía ser definitiva, por un estado parapsicotico no francamente definido. El test de Gesell dio un Q.D. de 43.

El niño llegó pues a los tres años y nueve meses a la institución, dependencia de Denfort, donde empecé su tratamiento. En ese momento se presentaba de la siguiente manera.

Desde el punto de vista pondo-estatural se hallaba en muy buen estado, al margen de una otorrea bilateral crónica. Tenia desde el punto de vista motor, marcha pendular, gran incoordinacion de movimientos, hiperagitación constante. Desde el punto de vista del lenguaje tenía ausencia total de habla coordinada, gritos frecuentes, risas guturales y discordantes. Sólo sabía decir, gritando, dos palabras: ¡Señora! y ¡El lobo! Repetía ¡el lobo! todo el día, por lo que le puse el sobrenombre de el niño lobo, pues tal era, verdaderamente, la representación que tenía de sí mismo.

Desde el punto de vista del comportamiento, era hiperactivo, todo el tiempo estaba agitado por movimientos bruscos y desordenados, sin objetivo. Actividad de prehensión incoherente: estiraba su brazo hacia adelante para tomar un objeto, y si no lo alcanzaba no podía rectificarse, y debía recomenzar el movimiento desde el principio. Variados trastornos del sueño. Sobre este fondo permanente, tenía crisis de agitación convulsiva, sin verdaderas convulsiones, con enrojecimiento del rostro, alaridos desgarradores; estas crisis estaban relaciónadas con escenas de su vida cotidiana: el orinal, y sobretodo el vaciado del orinal, vestirse, la alimentación, las puertas abiertas que no podía soportar, al igual que la oscuridad, los gritos de los otros niños, y como veremos, los cambios de habitación.

Más raramente, tenía crisis diametralmente opuestas, en las que estaba completamente postrado, mirando al vacío, como deprimido.

Con el adulto era hiperagitado, indiferenciado, sin verdadero contacto. A los niños parecía ignorarlos, pero cuando uno de ellos lloraba o gritaba, entraba en una crisis convulsiva. En esos momentos de crisis se volvía peligroso, fuerte, intentaba estrangular a los otros niños, y debió ser aislado por la noche, y durante las comidas. No se observaba angustia alguna, ninguna emoción.

No sabíamos muy bien en qué categoría clasificarlo. Pero, a pesar de eso intentamos un tratamiento, preguntándonos si obtendríamos algo.

Voy a hablarles del primer año de tratamiento. Interrumpido luego durante un año. El tratamiento conoció varias fases.

Durante la fase preliminar, Roberto mantuvo su comportamiento cotidiano. Gritos guturales. Entraba en la habitación corriendo sin parar, aullando, saltando en el aire y volviendo a caer en cuclillas, cogiéndose la cabeza con las manos, abriendo y cerrando la puerta, encendiendo y apagando la luz. Los objetos, los tomaba o bien los rechazaba, o también los amontonaba sobre mí. Prognatismo muy marcado.

Lo único que pude sacar en limpio de estas primeras sesiones era que Roberto no se atrevía a acercarse al biberón, o que apenas se le acercaba, soplándole encima. Observé también un interés por la palangana que, llena de agua, parecía desencadenar una verdadera crisis de pánico.

Hacia el final de esta fase preliminar, durante una sesión, después de haber amontonado todo sobre mí en un estado de gran agitación, salió a toda velocidad, y le oí en lo alto de la escalera, que no sabía bajar solo, decir, con tono patético, con una tonalidad muy baja que no le era habitual, Mamá, mirando al vacío.

Esta fase preliminar terminó pues fuera del tratamiento. Una noche, después de acostarlo, de pie en su cama, con tijeras de plástico, intentó cortarse el pene ante los otros niños aterrorizados.

En la segunda parte del tratamiento comenzó a exponer qué era para él ¡El lobo! Gritaba esto todo el tiempo.

Un día, comenzó tratando de estrangular a una niñita que yo tenía en tratamiento. Hubo que separarlos, y ponerlo en otra habitación. Su reacción fue violenta, su agitación intensa. Debí acudir y volver a traerlo a la habitación donde vivía habitualmente. En cuanto llegó, aulló ¡El lobo!, y comenzó a tirarlo todo por la habitación -que era el comedor- alimentos y platos. Los días siguientes, cada vez que pasaba ante la habitación adonde había sido llevado, aullaba: ¡El lobo!

Esto aclara también su comportamiento con las puertas, a las que no podía soportar abiertas; pasaba el tiempo de la sesión abriéndolas, para que yo las volviera a cerrar, y gritando ¡El lobo!

Aquí es preciso recordar su historia; los cambios de lugar, de habitación, eran para él una destrucción, ya que había cambiado, sin parar, tanto de lugares como de adultos. Esto se había convertido para él en un verdadero principio de destrucción que había marcado intensamente las manifestaciones primordiales de su vida de ingestión y excreción. Lo expresó principalmente en dos escenas, una con el biberón, la otra con el orinal.

Roberto había por fin tomado el biberón. Un día fue a abrir la puerta, y tendió el biberón a alguien imaginario; cuando estaba sólo con un adulto en una habitación, seguía comportándose como si hubiera otros niños a su alrededor. Roberto tendió el biberón. Volvió arrancando la tetina, hizo que yo la volviera a colocar, tendió nuevamente el biberón hacia afuera, dejó la puerta abierta, me volvió la espalda, tragó dos sorbos de leche y, frente a mí, arrancó la tetina, echó la cabeza hacia atrás, se inundó de leche y vertió el resto sobre mí. Salió presa de pánico, inconsciente y ciego. Tuve que recogerlo en la escalera, por donde empezaba a rodar. En ese momento tuve la impresión de que había tragado la destrucción, y que la puerta abierta y la leche estaban ligadas.

La escena del orinal que ocurrió a continuación presentaba el mismo carácter de destrucción. Al comienzo del tratamiento se creía obligado a hacer caca en sesión, pensando que si me daba algo, me conservaba. Sólo podía hacerlo apretándose contra mí, sentándose en el orinal, teniendo con una mano mi guardapolvo, y con la otra el biberón o un lápiz. Comía antes, y sobre todo después. No leche, sino bombones y tortas.
La intensidad emocional evidenciaba un gran temor. La última de estas escenas aclaró la relación que para él existía entre la defecación y la destrucción por los cambios.

A lo largo de esta escena había comenzado haciendo caca, sentado a mi lado. Después, con su caca al lado de él, hojeaba las páginas de un libro, volviéndolas. Luego oyó un ruido en el exterior. Loco de miedo salió, tomó su orinal, y lo colocó ante la puerta de la persona que acababa de entrar en la habitación vecina. Después volvió a la habitación donde yo estaba, y se pegó a la puerta gritando:  El lobo! ¡ El lobo!

Tuve la impresión que era un rito propiciatorio. Era incapaz de darme esa caca. En cierta medida, sabía que yo no lo exigía.

Fue a ponerla afuera, sabía bien que iba a ser botada, o sea destruida. Le interpreté entonces su rito. Después fue a buscar el orinal, lo volvió a poner en la habitación a mi lado, lo tapó con un papel diciendo «a pu, a pu», como para no estar obligado a entregarla.

Comenzó entonces a ser agresivo conmigo, como si al darle permiso para poseerse a través de esa caca de la que podía disponer, yo le hubiera dado la posibilidad de ser agresivo. Evidentemente, no pudiendo hasta entonces poseer, no tenía sentido de la agresividad, sino sólo de autodestrucción, y esto cuando atacaba a los otros niños.

A partir de ese día ya no se creyó obligado a hacer caca en sesión. Empleó sustitutos simbólicos: la arena. Tenía una gran confusión entre él mismo, los contenidos de su cuerpo, los objetos, los niños, los adultos que lo rodeaban. Sus estados de ansiedad, de agitación se hacían cada vez Mayores. En la vida, se volvía imposible. Yo misma asistía en sesión a verdaderos torbellinos en los que me costaba bastante trabajo intervenir.

Ese día, después de haber bebido un poco de leche, la tiró al suelo, luego tiró arena en la palangana de agua, llenó el biberón con arena y agua, agregó todo esto al orinal, y encima puso el muñeco de goma y el biberón. Me confió todo.

En ese momento, fue a abrir la puerta, y volvió con el rostro convulsionado de miedo. Cogió el biberón que estaba en el orinal y lo rompió, ensañándose con él hasta reducirlo a ínfimos pedacitos. Después los recogió cuidadosamente y los hundió en la arena del orinal. Se hallaba en tal estado que tuve que llevarle abajo, sintiendo que ya no podía hacer nada más por él. Se llevó el orinal. Un poco de arena cayó al suelo desencadenando en él un pánico inverosímil. Se vio obligado a recoger hasta la más mínima pizca, como si fuese un pedazo de sí mismo, y aullaba: ¡El lobo! ¡El lobo!

No pudo permanecer en la colectividad, no pudo soportar que ningún niño se acercara a su orinal. Debieron acostarlo en un estado de tensión intensa que sólo cedió, de manera espectacular, después de una irrupción diarreica, que extendió por todas partes con sus manos, en su cama y sobre las paredes.

Esta escena era tan patética, vivida con tal angustia, que yo estaba muy inquieta, y empecé a comprender la idea que él tenía de sí mismo.

La precisó al día siguiente, cuando debí frustrarlo, corrió a la ventana, la abrió, gritó ¡El lobo! ¡El lobo!, y viendo su imagen en el vidrio, la golpeó, gritando: ¡El lobo! ¡El lobo!

Roberto se representaba así, él era ¡El lobo! En su propia imagen la que golpea o la que evoca con tanta tensión. Ese orinal donde puso lo que entra en él y lo que sale, el pipí y la caca, después una imagen humana, la muñeca, luego los restos del biberón, eran verdaderamente una imagen de él mismo, semejante a la del lobo, como lo evidenció el pánico que tuvo cuando un poco de arena cayó al suelo. Sucesiva y simultáneamente, él era todos los elementos que puso en el orinal. Roberto no era más que una serie de objetos por los que entraba en contacto con la vida cotidiana, símbolos de los contenidos de su cuerpo. La arena es símbolo de las heces, el agua de la orina, la leche de lo que entra en su cuerpo. Pero la escena del orinal muestra que diferenciaba muy poco todo esto. Para él, todos los contenidos están unidos en el mismo sentimiento de destrucción permanente de su cuerpo, el cual, por oposición a esos contenidos, representa el continente -que simbolizó con el biberón roto- cuyos pedazos fueron enterrados entre esos contenidos destructores.

En la fase siguiente Roberto exorcizaba ¡El lobo! Digo exorcismo, porque este niño me daba la impresión de ser un poseído. Gracias a mi permanencia pudo exorcizar, con un poco de leche que había bebido, las escenas de la vida cotidiana que le hacían tanto daño.

En ese momento, mis interpretaciones tendieron, sobre todo, a diferenciar los contenidos de su cuerpo desde el punto de vista afectivo. La leche es lo que se recibe. La caca es lo que se da, y su valor depende de la leche que se ha recibido. El pipí es agresivo.

Numerosas sesiones se desarrollaron así. Cuando hacía pipí en el orinal, me anunciaba: Caca no, es pipí. Estaba desolado. Yo lo calmaba diciéndole que había recibido muy poco como para poder dar algo, sin que esto lo destruyera. Se tranquilizaba. Podía entonces vaciar el orinal en el cuarto de baño.

El vaciado del orinal se rodeaba de muchos ritos de protección. Comenzó vaciando la orina en el lavabo del W. C., dejando abierto el grifo de agua para poder así reemplazar la orina por agua. Llenaba el orinal, haciéndolo desbordar ampliamente como si un continente no tuviese existencia sino por su contenido, y debiese desbordar para, a su vez, contenerlo. Había allí una visión sincrética del ser en el tiempo, como continente y contenido, al igual que en la vida intrauterina.

Roberto recobraba aquí la imagen confusa que tenía de sí mismo. Vaciaba ese pipí y trataba de recuperarlo, persuadido de que era él quien se iba. Aullaba: ¡El lobo!, y el orinal sólo tenía realidad para él cuando estaba lleno. Toda mi actitud fue mostrarle la realidad del orinal, que seguía existiendo después de vaciado de su pipí; así como él, Roberto, permanecía después de haber hecho pipí, así como el grifo no era arrastrado por el agua que corre.

A través de estas interpretaciones, y de mi permanencia, Roberto introdujo progresivamente un lapso de tiempo entre el vaciado y el llenado, hasta el día en que pudo volver triunfante con un orinal vacío en sus brazos. Era visible que había adquirido idea de la permanencia de su cuerpo. Su ropa era para él su continente, y cuando se despojaba de ella, la muerte era segura. El momento de desvestirse era ocasión de verdaderas crisis; la última había durado tres horas, durante la misma el personal lo describía como poseído. Aullaba ¡El lobo! corriendo de una habitación a otra, extendiendo sobre los otros niños las heces que encontraba en sus orinales. Sólo se calmó cuando lo ataron.

Al día siguiente, vino a la sesión, comenzó a desvestirse en un estado de gran ansiedad y, completamente desnudo, subió a la cama. Fueron precisas tres sesiones para que llegara a beber un poco de leche, completamente desnudo, en la cama. Mostraba la ventana y la puerta, y golpeaba su imagen gritando: ¡El lobo!

Paralelamente, en la vida cotidiana, le era más fácil desvestirse, pero a continuación sufría una gran depresión. Se ponía a lloriquear por la noche sin razón, bajaba a hacerse consolar por la celadora, y se dormía en sus brazos.

Al final de esta fase, exorcizó conmigo el vaciado del orinal, así como el momento de desvestirse; mi permanencia había convertido la leche en un elemento constructivo. Pero, impulsado por la necesidad de construir un mínimo, no tocó el pasado, no contó más que con el presente de su vida cotidiana, como si estuviera privado de memoria.

En la fase siguiente, fui yo quien se convirtió en ¡El lobo!

Aprovecha la mínima construcción que ha logrado, para proyectar en mí todo el mal que había bebido y, de cierta manera, recuperar la memoria. Así podrá volverse progresivamente agresivo. Esto resultará trágico. Empujado por el pasado, es preciso que sea agresivo conmigo y, sin embargo, al mismo tiempo, soy en el presente la que necesita. Debo tranquilizarlo con mis interpretaciones, hablarle del pasado que lo obliga a ser agresivo, y asegurarle que esto no implica mi desaparición, ni su cambio de lugar, que siempre es tomado por él como un castigo.

Luego de estar agresivo conmigo, trata de destruirse. Trataba de romper el biberón que lo representaba. Yo le quitaba el biberón de las manos porque no estaba en condiciones de soportar romperlo. Retomaba entonces el curso de la sesión, y su agresividad contra mí proseguía.

En ese momento me hizo jugar el papel de la madre que lo hambreaba. Me obligó a sentarme en una silla donde tenía su vaso de leche, para que yo lo volcase, privándolo así de su alimento bueno. Se puso entonces a aullar: ¡El lobo!, tomó la cuna y el muñeco, y los arrojó por la ventana. Se volvió contra mí y, con gran violencia, me hizo tragar agua sucia gritando: ¡El lobo!, ¡El lobo! Este biberón representaba el alimento malo, y remitía a la separación de su madre, que lo había privado de alimento, y a todos los cambios de lugar que se le había obligado a soportar.

Paralelamente, me hizo jugar otro aspecto de la madre mala, el de la que se va. Una tarde me vio salir de la institución. Al día siguiente reaccionó aun cuando me había visto irme otras veces, sin ser capaz de expresar la emoción que podía sentir. Ese día hizo pipí encima mío en un estado de gran agresividad, y también de ansiedad.

Esta escena no era más que el preludio de una escena final, cuyo resultado fue cargarme definitivamente con todo el mal que había padecido, y proyectar sobre mí ¡El lobo!

Había tragado el biberón de agua sucia y recibido encima de mí su pipí agresivo justamente porque me iba. Yo era pues ¡El lobo! Roberto me separó de él durante una sesión encerrándome en el cuarto de baño, después volvió a la habitación de las sesiones, solo, subió a la cama vacía y se puso a gemir. No podía llamarme, y era preciso sin embargo, que yo volviese, pues yo era la persona permanente. Volví. Roberto estaba extendido, patético, el pulgar suspendido a dos centímetros de su boca. Y, por primera vez en una sesión, extendió sus brazos y se hizo consolar.

A partir de esta sesión, se percibió en la institución un cambio total de comportamiento.

Tuve la impresión de que Roberto había exorcizado a ¡El lobo!

A partir de ese momento ya no habló más de él y pudo pasar a la fase siguiente, la regresión intrauterina; es decir, la construcción de su cuerpo, del ego-body, que hasta entonces no había podido hacer.

Para emplear la dialéctica que él había empleado siempre, la de los contenidos-continentes, Roberto debía, para construirse ser mi contenido, pero debía asegurarse de mi posesión, es decir de su futuro continente.

Comenzó este período tomando un cubo lleno de agua, cuya asa era una cuerda. No podía soportar que la cuerda estuviera atada de los dos lados. La cuerda tenía que colgar de un lado. Me sorprendió que, al tener que anudar yo la cuerda para cargar el cubo, Roberto experimentara un dolor casi físico. Un día, colocó el cubo lleno de agua entre sus piernas, tomó la cuerda y llevó su extremidad a su ombligo. Tuve la impresión de que el cubo era yo, y que así se ataba a mí a través de un cordón umbilical. Después, volcó el contenido del cubo de agua, se desnudó totalmente, se tumbó en el agua en posición fetal, acurrucado, estirándose de vez en cuando, llegando hasta a abrir y cerrar la boca sobre el líquido, como un feto que bebe el líquido amniótico, así como lo han mostrado las últimas experiencias americanas. Yo tenía la impresión que, así, se iba construyendo.

Al comienzo estaba muy agitado, poco a poco tomó conciencia de cierta realidad placentera, y todo culminó en dos escenas capitales, actuadas con un recogimiento extraordinario, y una plenitud asombrosa, dado su edad y su estado.

En la primera escena, Roberto, desnudo frente a mí, recoge con sus dos manos unidas agua, la eleva a la altura de sus hombros y la hace correr a lo largo de su cuerpo. Recomienza de este modo varias veces, y me dice entonces, muy bajito: Roberto, Roberto.

A este bautismo por el agua-pues era un bautismo dado el recogimiento que ponía en él-le siguió un bautismo por la leche.

Comenzó jugando con el agua con más placer que recogimiento. Después tomó su vaso de leche y lo bebió. Luego repuso la tetina, y comenzó a hacer correr la leche del biberón a lo largo de su cuerpo. Como la cosa no iba suficientemente rápida, sacó la tetina, y volvió a empezar, haciendo correr la leche sobre su pecho, su vientre, y a lo largo de su pene con un intenso sentimiento de placer. Luego se volvió hacia mí, y me mostró el pene, tomándolo en su mano, con aire embelesado. Después bebió leche, poniéndosela así por encima y por dentro, de modo que el contenido fuera a la vez continente y contenido, volviendo a la misma escena que había jugado con el agua.

En la fase siguiente, Roberto pasa al estadio de construcción oral.

Este estadio es extremadamente difícil, muy complejo. En primer lugar, tiene cuatro años, y vive en el más primitivo de los estadios. Además, los otros niños que tengo entonces en tratamiento en esa institución son niñas, lo que para él constituye un problema. Por último, los patterns de conducta de Roberto no han desaparecido totalmente, y tienden a volver cada vez que hay frustración.

Tras el bautismo por el agua y por la leche, Roberto comenzó a vivir esa simbiosis que caracteriza la relación primitiva madre-hijo. Pero, normalmente, cuando el niño la vive verdaderamente, no existe ningún problema de sexo, al menos desde el recién nacido hacia su madre. Mientras que aquí había uno.

Roberto debía hacer una simbiosis con una madre femenina, lo que planteaba entonces el problema de la castración. El problema era llegar a recibir el alimento sin que esto acarreara su castración.

Primero vivió esta simbiosis en forma simple. Sentado en mis rodillas, Roberto comía. Después tomaba mi anillo y mi reloj y se los ponía, o bien tomaba un lápiz de mi bata y lo rompía con sus dientes. Entonces, se lo interpreté. Esta identificación con una madre fálica castradera quedó desde ese momento, en el plano del pasado, se acompañó de una agresividad reactiva cuyas motivaciones evolucionaron. Ya no rompía la mina del lápiz sino para castigarse por esta agresividad.

Más adelante, pudo beber la leche del biberón, en mis brazos, pero él mismo sostenía el biberón. Sólo más tarde pudo soportar que yo sostuviera el biberón, como si todo el pasado le impidiese recibir en él, de mí, el contenido de un objeto tan esencial.

Su deseo de simbiosis estaba aún en conflicto con su pasado. Esto explica que utilizara el rodeo de darse a sí mismo el biberón. Pero a medida que experimentaba-a través de otros alimentos como papillas o tortas-que el alimento que recibía de mí en esa simbiosis no lo transformaba en una niña, pudo entonces recibirlo.

Intentó primero, compartiendo conmigo, diferenciarse de mí. Me daba de comer mientras decía, palpándose: Roberto; luego me palpaba y decía: No Roberto. Utilicé mucho esto en mis interpretaciones para ayudarlo a diferenciarse. La situación dejó entonces de ser sólo entre él y yo; Roberto dio cabida a las niñas que yo tenía en tratamiento.

Era un problema de castración, pues sabía que antes y después de él, una niña subía a sesión conmigo. La lógica emocional quería pues que él se hiciese niña, puesto que era una niña la que rompía la simbiosis conmigo, que le era necesaria. La puso en escena de diferentes modos, haciendo pipí sentado en el orinal, o bien haciéndolo de pie pero mostrándose agresivo.

Roberto era ahora capaz de recibir, y capaz de dar. Me dio su caca sin temor de ser castrado por ese don.
Llegamos entonces a un nivel del tratamiento que puede resumirse así: el contenido de su cuerpo ya no es destructor, malo; Roberto es capaz de expresar su agresividad haciendo pipí de pie, y sin que la existencia e integridad del continente, es decir del cuerpo, sean cuestionadas.

El Q.D. del Gessell pasó de 43 a 89, y en el Terman Merrill tiene un C.I. de 75. El cuadro clínico cambió, las perturbaciones motoras han desaparecido, el prognatismo también. Se ha vuelto amistoso con los otros niños, a menudo protector de los más pequeños. Se puede empezar a integrarlo en actividades grupales. Sólo el lenguaje permanece rudimentario: Roberto nunca estructura frases, sólo emplea las palabras esenciales.

Me fui luego de vacaciones. Estuve ausente dos meses.

A mi regreso, Roberto monta una escena que muestra la coexistencia en él de los patterns del pasado y de la construcción presente.

Durante mi ausencia su comportamiento siguió siendo idéntico; expresaba en su antiguo modo, pero en forma muy rica a causa de lo adquirido, lo que la separación representaba para él: su temor de perderme.
Cuando regresé, vació como para destruirlos, la leche, su pipí, su caca, después se quitó el delantal y lo tiró al agua. Destruyó así su antiguo contenido y su antiguo continente, vueltos a encontrar a través del traumatismo de mi ausencia.

Al día siguiente, desbordado por su reacción psicológica, Roberto se expresaba en el plano somático: diarrea profusa, vómitos, síncope. Se vaciaba completamente de su imagen pasada. Sólo mi permanencia podía constituir el enlace con una nueva imagen de sí mismo, como un nuevo nacimiento.

En ese momento, adquirió una nueva imagen de sí mismo. Lo vemos en sesión volver a poner en escena antiguos traumatismos que ignorábamos. Roberto bebe el biberón, pone la tetina en su oreja, y rompe luego, con gran violencia, el biberón.

Sin embargo, fue capaz de hacerlo sin que la integridad de su cuerpo sufriera por ello. Se separó de su símbolo del biberón y pudo expresarse a través de él en tanto que objeto. Esta sesión que repitió dos veces, fue tan impresionante que investigué cómo se había desarrollado la antrotomía sufrida a los cinco meses. Supimos entonces que, en el servicio de O.R.L. donde fue operado, no le anestesiaron y que, durante la dolorosa operación le mantuvieron por la fuerza un biberón de agua azucarada en la boca.

Este episodio traumático esclareció la imagen que Roberto había construido de una madre que hambreaba, violenta, paranoica, peligrosa, que seguramente le atacaba. Después de la separación, un biberón mantenido por la fuerza, haciéndole tragar sus gritos. La alimentación con sonda, veinticinco cambios sucesivos. Tuve la impresión de que el drama de Roberto era que todos sus fantasmas oral-sádicos se habían realizado en sus condiciones de existencia. Sus fantasmas se habían convertido en realidad.

Por último, debí confrontarlo con una realidad. Estuve ausente durante un año, y volví encinta de ocho meses. Me vio encinta. Comenzó poniendo en escena fantasmas de destrucción de ese niño.

Desaparecí a causa del parto. Durante mi ausencia, mi marido lo tomó en tratamiento, y Roberto puso en escena la destrucción del niño. Cuando regresé me vio sin vientre y sin niño. Estaba pues convencido que sus fantasmas se habían hecho realidad, que había matado al niño, y que por lo tanto yo iba a matarlo.

Estuvo sumamente agitado esos últimos quince días, hasta el día en que pudo decírmelo. Entonces, lo confronté con la realidad. Le traje a mi hija, para que pudiese ahora hacer la ruptura. Su estado de agitación cesó de golpe, y cuando lo volví a ver, al día siguiente, empezó, por fin, a expresarme sentimientos de celos. 

Se aferraba a algo vivo y no a la muerte.

Este niño había permanecido siempre en el estadio en el que los fantasmas eran realidad. Esto explica que sus fantasmas de construcción intrauterina hayan sido realidad en el tratamiento, y que haya podido hacer una asombrosa construcción. Si hubiese estado más allá de ese estadio, yo no hubiera podido obtener esa construcción de sí mismo.

Como decía ayer, tuve la impresión de que este niño había caído bajo el efecto de lo real, que al comienzo no había en él función simbólica alguna, y menos aún función imaginaria.
Tenía al menos dos palabras.

SR. HYPPOLITE: Quisiera plantear una pregunta sobre la palabra El lobo. ¿De dónde salió El lobo?

SRA. LEFORT: En las instituciones infantiles, a menudo las enfermeras asustan a los niños con el lobo. En la institución donde lo tomé en tratamiento, los niños fueron encerrados-un día que estaban insoportables-en la sala de juegos, y una enfermera salió e imitó el grito del lobo para que se portaran bien.

SR. HYPPOLITE: Quedaría por explicar por qué el miedo al lobo se fijó en él, como en muchos otros niños.

SRA. LEFORT: El lobo era evidentemente, en parte, la madre devorante.

SR. HYPPOLITE: ¿ Cree usted que el lobo es siempre la madre devorante?

SRA. LEFORT: En las historias infantiles siempre se dice que el lobo va a comer. En el estadio sádico-oral, el niño tiene deseos de comer a su madre, y piensa que su madre va a comerle. Su madre se convierte en lobo. Creo que aquí está, probablemente, pero no estoy segura, la génesis. Hay en la historia de este niño muchas cosas ignoradas, que no he podido saber. Cuando quería ser agresivo conmigo no se ponía en cuatro patas, ni ladraba. Ahora lo hace. Ahora sabe que es un ser humano, pero de vez en cuando necesita identificarse a un animal, como lo hace un niño de dieciocho meses. Y cuando quiere ser agresivo, se pone en cuatro patas, y hace uuh, uuh, sin la menor angustia. Después se incorpora y sigue el curso de la sesión. Sólo puede expresar su agresividad en ese estadio.

SR. HYPPOLITE: Sí, entre zwingen y bezwingen. Se trata de la diferencia que existe entre la palabra en que hay coerción, y aquella en la que no la hay. La compulsión, Zwang, es el lobo el que le produce angustia, y la angustia superada, Bezwingung, es el momento en que juega al lobo.

SRA. LEFORT: Sí, estoy de acuerdo.