El Caso Roberto
Rosine Lefort
Roberto nació el 4
de Marzo de 1948. Su historia fue reconstituida trabajosamente, y si los
traumatismos sufridos pudieron conocerse fue, sobre todo, gracias al material
aportado en las sesiones.
Padre desconocido. Su madre está
actualmente internada por paranoica. Lo tuvo consigo hasta los cinco meses,
errando de casa en casa. Desatendió los cuidados esenciales llegando incluso a
olvidar alimentarlo. Debían recordársele sin cesar los cuidados que requería su
hijo: aseo, alimentación. Se demostró que el niño estuvo desatendido hasta el
punto de sufrir hambre. Debió ser hospitalizado a los cinco meses en un
estado avanzado de hipotrofia y desnutrición.
Apenas hospitalizado, sufrió una
otitis bilateral que requirió una mastoidectomía doble. Después fue enviado al
Paul Parquet, cuya estricta práctica profiláctica todos conocen. Allí estuvo
aislado y alimentado con sonda a causa de su anorexia. Salió a los nueve
meses, y fue devuelto, a la fuerza, a su
madre. Nada se sabe de los dos meses que pasó entonces con ella. Sus huellas
reaparecen en ocasión de su hospitalización, a los once meses, encontrándose
nuevamente en un estado marcado de desnutrición. El niño será definitiva y
legalmente abandonado algunos meses después, sin haber vuelto a ver a su madre.
Desde esta época hasta los tres
años y nueve meses, el niño sufrió veinticinco cambios de residencia, pasando
por instituciones de niños u hospitales, sin habérsele colocado nunca con una familia
adoptiva propiamente dicha, subvencionada por el Estado. Estas
hospitalizaciones fueron requeridas por sus enfermedades infantiles, por una
amigdalectomía, exámenes neurológicos, ventriculografía, electroencefalografía,
cuyos resultados fueron normales. Se destacan evaluaciones sanitarias, médicas,
que indican profundas perturbaciones somáticas, y cuando lo somático mejoró,
deterioros psicológicos. La última evaluación de Denfert, cuando Roberto tenía
tres años y medio, propone una internación que sólo podía ser definitiva, por un
estado parapsicotico no francamente definido. El test de Gesell dio un Q.D.
de 43.
El niño llegó pues a los tres
años y nueve meses a la institución, dependencia de Denfort, donde empecé su
tratamiento. En ese momento se presentaba de la siguiente manera.
Desde el punto de vista
pondo-estatural se hallaba en muy buen estado, al margen de una otorrea
bilateral crónica. Tenia desde el punto de vista motor, marcha pendular, gran
incoordinacion de movimientos, hiperagitación constante. Desde el punto de
vista del lenguaje tenía ausencia total de habla coordinada, gritos frecuentes,
risas guturales y discordantes. Sólo sabía decir, gritando, dos palabras:
¡Señora! y ¡El lobo! Repetía ¡el lobo! todo el día, por lo que le puse el sobrenombre
de el niño lobo, pues tal era, verdaderamente, la representación que tenía de
sí mismo.
Desde el punto de vista del
comportamiento, era hiperactivo, todo el tiempo estaba agitado por
movimientos bruscos y desordenados, sin objetivo. Actividad de prehensión
incoherente: estiraba su brazo hacia adelante para tomar un objeto, y si no lo
alcanzaba no podía rectificarse, y debía recomenzar el movimiento desde el
principio. Variados trastornos del sueño. Sobre este fondo permanente, tenía
crisis de agitación convulsiva, sin verdaderas convulsiones, con enrojecimiento
del rostro, alaridos desgarradores; estas crisis estaban relaciónadas con
escenas de su vida cotidiana: el orinal, y sobretodo el vaciado del orinal,
vestirse, la alimentación, las puertas abiertas que no podía soportar, al igual
que la oscuridad, los gritos de los otros niños, y como veremos, los cambios de
habitación.
Más raramente, tenía crisis
diametralmente opuestas, en las que estaba completamente postrado, mirando al
vacío, como deprimido.
Con el adulto era hiperagitado,
indiferenciado, sin verdadero contacto. A los niños parecía ignorarlos, pero
cuando uno de ellos lloraba o gritaba, entraba en una crisis convulsiva. En
esos momentos de crisis se volvía peligroso, fuerte, intentaba estrangular a
los otros niños, y debió ser aislado por la noche, y durante las comidas. No se
observaba angustia alguna, ninguna emoción.
No sabíamos muy bien en qué
categoría clasificarlo. Pero, a pesar de eso intentamos un tratamiento, preguntándonos
si obtendríamos algo.
Voy a hablarles del primer año
de tratamiento. Interrumpido luego durante un año. El tratamiento conoció
varias fases.
Durante la fase preliminar,
Roberto mantuvo su comportamiento cotidiano. Gritos guturales. Entraba en la
habitación corriendo sin parar, aullando, saltando en el aire y volviendo a
caer en cuclillas, cogiéndose la cabeza con las manos, abriendo y cerrando la
puerta, encendiendo y apagando la luz. Los objetos, los tomaba o bien los
rechazaba, o también los amontonaba sobre mí. Prognatismo muy marcado.
Lo único que pude sacar en limpio
de estas primeras sesiones era que Roberto no se atrevía a acercarse al
biberón, o que apenas se le acercaba, soplándole encima. Observé también un
interés por la palangana que, llena de agua, parecía desencadenar una verdadera
crisis de pánico.
Hacia el final de esta fase
preliminar, durante una sesión, después de haber amontonado todo sobre mí en un
estado de gran agitación, salió a toda velocidad, y le oí en lo alto de la
escalera, que no sabía bajar solo, decir, con tono patético, con una tonalidad
muy baja que no le era habitual, Mamá, mirando al vacío.
Esta fase preliminar terminó pues
fuera del tratamiento. Una noche, después de acostarlo, de pie en su cama,
con tijeras de plástico, intentó cortarse el pene ante los otros niños
aterrorizados.
En la segunda parte del
tratamiento comenzó a exponer qué era para él ¡El lobo! Gritaba esto todo el
tiempo.
Un día, comenzó tratando de
estrangular a una niñita que yo tenía en tratamiento. Hubo que separarlos, y
ponerlo en otra habitación. Su reacción fue violenta, su agitación intensa.
Debí acudir y volver a traerlo a la habitación donde vivía habitualmente. En
cuanto llegó, aulló ¡El lobo!, y comenzó a tirarlo todo por la habitación -que
era el comedor- alimentos y platos. Los días siguientes, cada vez que pasaba
ante la habitación adonde había sido llevado, aullaba: ¡El lobo!
Esto aclara también su
comportamiento con las puertas, a las que no podía soportar abiertas; pasaba el
tiempo de la sesión abriéndolas, para que yo las volviera a cerrar, y gritando
¡El lobo!
Aquí es preciso recordar su
historia; los cambios de lugar, de habitación, eran para él una destrucción, ya
que había cambiado, sin parar, tanto de lugares como de adultos. Esto se había
convertido para él en un verdadero principio de destrucción que había marcado
intensamente las manifestaciones primordiales de su vida de ingestión y
excreción. Lo expresó principalmente en dos escenas, una con el biberón, la
otra con el orinal.
Roberto había por fin tomado el
biberón. Un día fue a abrir la puerta, y tendió el biberón a alguien
imaginario; cuando estaba sólo con un adulto en una habitación, seguía
comportándose como si hubiera otros niños a su alrededor. Roberto tendió el
biberón. Volvió arrancando la tetina, hizo que yo la volviera a colocar, tendió
nuevamente el biberón hacia afuera, dejó la puerta abierta, me volvió la
espalda, tragó dos sorbos de leche y, frente a mí, arrancó la tetina, echó la
cabeza hacia atrás, se inundó de leche y vertió el resto sobre mí. Salió presa
de pánico, inconsciente y ciego. Tuve que recogerlo en la escalera, por donde
empezaba a rodar. En ese momento tuve la impresión de que había tragado la
destrucción, y que la puerta abierta y la leche estaban ligadas.
La escena del orinal que ocurrió
a continuación presentaba el mismo carácter de destrucción. Al comienzo del
tratamiento se creía obligado a hacer caca en sesión, pensando que si me daba
algo, me conservaba. Sólo podía hacerlo apretándose contra mí, sentándose en el
orinal, teniendo con una mano mi guardapolvo, y con la otra el biberón o un
lápiz. Comía antes, y sobre todo después. No leche, sino bombones y tortas.
La intensidad emocional
evidenciaba un gran temor. La última de estas escenas aclaró la relación que
para él existía entre la defecación y la destrucción por los cambios.
A lo largo de esta escena había
comenzado haciendo caca, sentado a mi lado. Después, con su caca al lado de él,
hojeaba las páginas de un libro, volviéndolas. Luego oyó un ruido en el exterior.
Loco de miedo salió, tomó su orinal, y lo colocó ante la puerta de la persona
que acababa de entrar en la habitación vecina. Después volvió a la habitación
donde yo estaba, y se pegó a la puerta gritando: El lobo! ¡ El lobo!
Tuve la impresión que era un rito
propiciatorio. Era incapaz de darme esa caca. En cierta medida, sabía que yo no
lo exigía.
Fue a ponerla afuera, sabía bien
que iba a ser botada, o sea destruida. Le interpreté entonces su rito. Después
fue a buscar el orinal, lo volvió a poner en la habitación a mi lado, lo tapó
con un papel diciendo «a pu, a pu», como para no estar obligado a entregarla.
Comenzó entonces a ser agresivo
conmigo, como si al darle permiso para poseerse a través de esa caca de la que
podía disponer, yo le hubiera dado la posibilidad de ser agresivo.
Evidentemente, no pudiendo hasta entonces poseer, no tenía sentido de la
agresividad, sino sólo de autodestrucción, y esto cuando atacaba a los otros
niños.
A partir de ese día ya no se
creyó obligado a hacer caca en sesión. Empleó sustitutos simbólicos: la arena.
Tenía una gran confusión entre él mismo, los contenidos de su cuerpo, los
objetos, los niños, los adultos que lo rodeaban. Sus estados de ansiedad, de
agitación se hacían cada vez Mayores. En la vida, se volvía imposible. Yo misma
asistía en sesión a verdaderos torbellinos en los que me costaba bastante
trabajo intervenir.
Ese día, después de haber bebido
un poco de leche, la tiró al suelo, luego tiró arena en la palangana de agua,
llenó el biberón con arena y agua, agregó todo esto al orinal, y encima puso el
muñeco de goma y el biberón. Me confió todo.
En ese momento, fue a abrir la
puerta, y volvió con el rostro convulsionado de miedo. Cogió el biberón que
estaba en el orinal y lo rompió, ensañándose con él hasta reducirlo a ínfimos
pedacitos. Después los recogió cuidadosamente y los hundió en la arena del
orinal. Se hallaba en tal estado que tuve que llevarle abajo, sintiendo que ya
no podía hacer nada más por él. Se llevó el orinal. Un poco de arena cayó al suelo
desencadenando en él un pánico inverosímil. Se vio obligado a recoger hasta la
más mínima pizca, como si fuese un pedazo de sí mismo, y aullaba: ¡El lobo! ¡El
lobo!
No pudo permanecer en la
colectividad, no pudo soportar que ningún niño se acercara a su orinal.
Debieron acostarlo en un estado de tensión intensa que sólo cedió, de manera
espectacular, después de una irrupción diarreica, que extendió por todas partes
con sus manos, en su cama y sobre las paredes.
Esta escena era tan patética,
vivida con tal angustia, que yo estaba muy inquieta, y empecé a comprender la
idea que él tenía de sí mismo.
La precisó al día siguiente,
cuando debí frustrarlo, corrió a la ventana, la abrió, gritó ¡El lobo! ¡El
lobo!, y viendo su imagen en el vidrio, la golpeó, gritando: ¡El lobo! ¡El
lobo!
Roberto se representaba así, él
era ¡El lobo! En su propia imagen la que golpea o la que evoca con tanta
tensión. Ese orinal donde puso lo que entra en él y lo que sale, el pipí y la
caca, después una imagen humana, la muñeca, luego los restos del biberón, eran
verdaderamente una imagen de él mismo, semejante a la del lobo, como lo
evidenció el pánico que tuvo cuando un poco de arena cayó al suelo. Sucesiva y
simultáneamente, él era todos los elementos que puso en el orinal. Roberto no
era más que una serie de objetos por los que entraba en contacto con la vida
cotidiana, símbolos de los contenidos de su cuerpo. La arena es símbolo de las
heces, el agua de la orina, la leche de lo que entra en su cuerpo. Pero la
escena del orinal muestra que diferenciaba muy poco todo esto. Para él, todos
los contenidos están unidos en el mismo sentimiento de destrucción permanente
de su cuerpo, el cual, por oposición a esos contenidos, representa el
continente -que simbolizó con el biberón roto- cuyos pedazos fueron enterrados
entre esos contenidos destructores.
En la fase siguiente Roberto
exorcizaba ¡El lobo! Digo exorcismo, porque este niño me daba la impresión de
ser un poseído. Gracias a mi permanencia pudo exorcizar, con un poco de leche
que había bebido, las escenas de la vida cotidiana que le hacían tanto daño.
En ese momento, mis
interpretaciones tendieron, sobre todo, a diferenciar los contenidos de su
cuerpo desde el punto de vista afectivo. La leche es lo que se recibe. La caca
es lo que se da, y su valor depende de la leche que se ha recibido. El pipí es
agresivo.
Numerosas sesiones se
desarrollaron así. Cuando hacía pipí en el orinal, me anunciaba: Caca no, es
pipí. Estaba desolado. Yo lo calmaba diciéndole que había recibido muy poco como
para poder dar algo, sin que esto lo destruyera. Se tranquilizaba. Podía
entonces vaciar el orinal en el cuarto de baño.
El vaciado del orinal se rodeaba
de muchos ritos de protección. Comenzó vaciando la orina en el lavabo del W.
C., dejando abierto el grifo de agua para poder así reemplazar la orina por
agua. Llenaba el orinal, haciéndolo desbordar ampliamente como si un continente
no tuviese existencia sino por su contenido, y debiese desbordar para, a su
vez, contenerlo. Había allí una visión sincrética del ser en el tiempo, como
continente y contenido, al igual que en la vida intrauterina.
Roberto recobraba aquí la
imagen confusa que tenía de sí mismo. Vaciaba ese pipí y trataba de
recuperarlo, persuadido de que era él quien se iba. Aullaba: ¡El lobo!, y el
orinal sólo tenía realidad para él cuando estaba lleno. Toda mi actitud fue
mostrarle la realidad del orinal, que seguía existiendo después de vaciado de
su pipí; así como él, Roberto, permanecía después de haber hecho pipí, así como
el grifo no era arrastrado por el agua que corre.
A través de estas
interpretaciones, y de mi permanencia, Roberto introdujo progresivamente un
lapso de tiempo entre el vaciado y el llenado, hasta el día en que pudo volver
triunfante con un orinal vacío en sus brazos. Era visible que había adquirido
idea de la permanencia de su cuerpo. Su ropa era para él su continente, y
cuando se despojaba de ella, la muerte era segura. El momento de desvestirse
era ocasión de verdaderas crisis; la última había durado tres horas, durante la
misma el personal lo describía como poseído. Aullaba ¡El lobo! corriendo de una
habitación a otra, extendiendo sobre los otros niños las heces que encontraba
en sus orinales. Sólo se calmó cuando lo ataron.
Al día siguiente, vino a la
sesión, comenzó a desvestirse en un estado de gran ansiedad y, completamente
desnudo, subió a la cama. Fueron precisas tres sesiones para que llegara a
beber un poco de leche, completamente desnudo, en la cama. Mostraba la ventana
y la puerta, y golpeaba su imagen gritando: ¡El lobo!
Paralelamente, en la vida
cotidiana, le era más fácil desvestirse, pero a continuación sufría una gran
depresión. Se ponía a lloriquear por la noche sin razón, bajaba a hacerse
consolar por la celadora, y se dormía en sus brazos.
Al final de esta fase,
exorcizó conmigo el vaciado del orinal, así como el momento de desvestirse; mi
permanencia había convertido la leche en un elemento constructivo. Pero,
impulsado por la necesidad de construir un mínimo, no tocó el pasado, no contó
más que con el presente de su vida cotidiana, como si estuviera privado de
memoria.
En la fase siguiente, fui yo
quien se convirtió en ¡El lobo!
Aprovecha la mínima construcción
que ha logrado, para proyectar en mí todo el mal que había bebido y, de cierta
manera, recuperar la memoria. Así podrá volverse progresivamente agresivo. Esto
resultará trágico. Empujado por el pasado, es preciso que sea agresivo conmigo
y, sin embargo, al mismo tiempo, soy en el presente la que necesita. Debo
tranquilizarlo con mis interpretaciones, hablarle del pasado que lo obliga a
ser agresivo, y asegurarle que esto no implica mi desaparición, ni su cambio de
lugar, que siempre es tomado por él como un castigo.
Luego de estar agresivo conmigo,
trata de destruirse. Trataba de romper el biberón que lo representaba. Yo le
quitaba el biberón de las manos porque no estaba en condiciones de soportar
romperlo. Retomaba entonces el curso de la sesión, y su agresividad contra mí
proseguía.
En ese momento me hizo jugar el
papel de la madre que lo hambreaba. Me obligó a sentarme en una silla donde
tenía su vaso de leche, para que yo lo volcase, privándolo así de su alimento
bueno. Se puso entonces a aullar: ¡El lobo!, tomó la cuna y el muñeco, y los
arrojó por la ventana. Se volvió contra mí y, con gran violencia, me hizo
tragar agua sucia gritando: ¡El lobo!, ¡El lobo! Este biberón representaba el
alimento malo, y remitía a la separación de su madre, que lo había privado de
alimento, y a todos los cambios de lugar que se le había obligado a soportar.
Paralelamente, me hizo jugar otro
aspecto de la madre mala, el de la que se va. Una tarde me vio salir de la
institución. Al día siguiente reaccionó aun cuando me había visto irme otras
veces, sin ser capaz de expresar la emoción que podía sentir. Ese día hizo pipí
encima mío en un estado de gran agresividad, y también de ansiedad.
Esta escena no era más que el
preludio de una escena final, cuyo resultado fue cargarme definitivamente con
todo el mal que había padecido, y proyectar sobre mí ¡El lobo!
Había tragado el biberón de agua
sucia y recibido encima de mí su pipí agresivo justamente porque me iba. Yo era
pues ¡El lobo! Roberto me separó de él durante una sesión encerrándome en el
cuarto de baño, después volvió a la habitación de las sesiones, solo, subió a
la cama vacía y se puso a gemir. No podía llamarme, y era preciso sin embargo,
que yo volviese, pues yo era la persona permanente. Volví. Roberto estaba
extendido, patético, el pulgar suspendido a dos centímetros de su boca. Y, por
primera vez en una sesión, extendió sus brazos y se hizo consolar.
A partir de esta sesión, se
percibió en la institución un cambio total de comportamiento.
Tuve la impresión de que Roberto
había exorcizado a ¡El lobo!
A partir de ese momento ya no
habló más de él y pudo pasar a la fase siguiente, la regresión intrauterina; es
decir, la construcción de su cuerpo, del ego-body, que hasta entonces no había
podido hacer.
Para emplear la dialéctica que él
había empleado siempre, la de los contenidos-continentes, Roberto debía, para
construirse ser mi contenido, pero debía asegurarse de mi posesión, es decir de
su futuro continente.
Comenzó este período tomando un
cubo lleno de agua, cuya asa era una cuerda. No podía soportar que la cuerda
estuviera atada de los dos lados. La cuerda tenía que colgar de un lado. Me
sorprendió que, al tener que anudar yo la cuerda para cargar el cubo, Roberto
experimentara un dolor casi físico. Un día, colocó el cubo lleno de agua entre
sus piernas, tomó la cuerda y llevó su extremidad a su ombligo. Tuve la
impresión de que el cubo era yo, y que así se ataba a mí a través de un cordón
umbilical. Después, volcó el contenido del cubo de agua, se desnudó totalmente,
se tumbó en el agua en posición fetal, acurrucado, estirándose de vez en
cuando, llegando hasta a abrir y cerrar la boca sobre el líquido, como un feto
que bebe el líquido amniótico, así como lo han mostrado las últimas
experiencias americanas. Yo tenía la impresión que, así, se iba construyendo.
Al comienzo estaba muy agitado,
poco a poco tomó conciencia de cierta realidad placentera, y todo culminó en
dos escenas capitales, actuadas con un recogimiento extraordinario, y una
plenitud asombrosa, dado su edad y su estado.
En la primera escena, Roberto,
desnudo frente a mí, recoge con sus dos manos unidas agua, la eleva a la altura
de sus hombros y la hace correr a lo largo de su cuerpo. Recomienza de este
modo varias veces, y me dice entonces, muy bajito: Roberto, Roberto.
A este bautismo por el agua-pues
era un bautismo dado el recogimiento que ponía en él-le siguió un bautismo por
la leche.
Comenzó jugando con el agua con
más placer que recogimiento. Después tomó su vaso de leche y lo bebió. Luego
repuso la tetina, y comenzó a hacer correr la leche del biberón a lo largo de
su cuerpo. Como la cosa no iba suficientemente rápida, sacó la tetina, y volvió
a empezar, haciendo correr la leche sobre su pecho, su vientre, y a lo largo de
su pene con un intenso sentimiento de placer. Luego se volvió hacia mí, y me
mostró el pene, tomándolo en su mano, con aire embelesado. Después bebió leche,
poniéndosela así por encima y por dentro, de modo que el contenido fuera a la
vez continente y contenido, volviendo a la misma escena que había jugado con el
agua.
En la fase siguiente, Roberto
pasa al estadio de construcción oral.
Este estadio es extremadamente
difícil, muy complejo. En primer lugar, tiene cuatro años, y vive en el más
primitivo de los estadios. Además, los otros niños que tengo entonces en
tratamiento en esa institución son niñas, lo que para él constituye un
problema. Por último, los patterns de conducta de Roberto no han desaparecido
totalmente, y tienden a volver cada vez que hay frustración.
Tras el bautismo por el agua y
por la leche, Roberto comenzó a vivir esa simbiosis que caracteriza la relación
primitiva madre-hijo. Pero, normalmente, cuando el niño la vive verdaderamente,
no existe ningún problema de sexo, al menos desde el recién nacido hacia su
madre. Mientras que aquí había uno.
Roberto debía hacer una simbiosis
con una madre femenina, lo que planteaba entonces el problema de la castración.
El problema era llegar a recibir el alimento sin que esto acarreara su
castración.
Primero vivió esta simbiosis en
forma simple. Sentado en mis rodillas, Roberto comía. Después tomaba mi anillo
y mi reloj y se los ponía, o bien tomaba un lápiz de mi bata y lo rompía con
sus dientes. Entonces, se lo interpreté. Esta identificación con una madre
fálica castradera quedó desde ese momento, en el plano del pasado, se acompañó
de una agresividad reactiva cuyas motivaciones evolucionaron. Ya no rompía la
mina del lápiz sino para castigarse por esta agresividad.
Más adelante, pudo beber la leche
del biberón, en mis brazos, pero él mismo sostenía el biberón. Sólo más tarde
pudo soportar que yo sostuviera el biberón, como si todo el pasado le impidiese
recibir en él, de mí, el contenido de un objeto tan esencial.
Su deseo de simbiosis estaba aún
en conflicto con su pasado. Esto explica que utilizara el rodeo de darse a sí
mismo el biberón. Pero a medida que experimentaba-a través de otros alimentos
como papillas o tortas-que el alimento que recibía de mí en esa simbiosis no lo
transformaba en una niña, pudo entonces recibirlo.
Intentó primero, compartiendo
conmigo, diferenciarse de mí. Me daba de comer mientras decía, palpándose:
Roberto; luego me palpaba y decía: No Roberto. Utilicé mucho esto en mis
interpretaciones para ayudarlo a diferenciarse. La situación dejó entonces de
ser sólo entre él y yo; Roberto dio cabida a las niñas que yo tenía en
tratamiento.
Era un problema de castración,
pues sabía que antes y después de él, una niña subía a sesión conmigo. La
lógica emocional quería pues que él se hiciese niña, puesto que era una niña la
que rompía la simbiosis conmigo, que le era necesaria. La puso en escena de diferentes
modos, haciendo pipí sentado en el orinal, o bien haciéndolo de pie pero
mostrándose agresivo.
Roberto era ahora capaz de
recibir, y capaz de dar. Me dio su caca sin temor de ser castrado por ese don.
Llegamos entonces a un nivel
del tratamiento que puede resumirse así: el contenido de su cuerpo ya no es
destructor, malo; Roberto es capaz de expresar su agresividad haciendo pipí de
pie, y sin que la existencia e integridad del continente, es decir del cuerpo,
sean cuestionadas.
El Q.D. del Gessell pasó de 43
a 89, y en el Terman Merrill tiene un C.I. de 75. El cuadro clínico cambió, las
perturbaciones motoras han desaparecido, el prognatismo también. Se ha vuelto
amistoso con los otros niños, a menudo protector de los más pequeños. Se puede
empezar a integrarlo en actividades grupales. Sólo el lenguaje permanece
rudimentario: Roberto nunca estructura frases, sólo emplea las palabras
esenciales.
Me fui luego de vacaciones.
Estuve ausente dos meses.
A mi regreso, Roberto monta una
escena que muestra la coexistencia en él de los patterns del pasado y de la
construcción presente.
Durante mi ausencia su
comportamiento siguió siendo idéntico; expresaba en su antiguo modo, pero en
forma muy rica a causa de lo adquirido, lo que la separación representaba para
él: su temor de perderme.
Cuando regresé, vació como para
destruirlos, la leche, su pipí, su caca, después se quitó el delantal y lo tiró
al agua. Destruyó así su antiguo contenido y su antiguo continente, vueltos a
encontrar a través del traumatismo de mi ausencia.
Al día siguiente, desbordado por
su reacción psicológica, Roberto se expresaba en el plano somático: diarrea
profusa, vómitos, síncope. Se vaciaba completamente de su imagen pasada. Sólo
mi permanencia podía constituir el enlace con una nueva imagen de sí mismo,
como un nuevo nacimiento.
En ese momento, adquirió una
nueva imagen de sí mismo. Lo vemos en sesión volver a poner en escena antiguos
traumatismos que ignorábamos. Roberto bebe el biberón, pone la tetina en su
oreja, y rompe luego, con gran violencia, el biberón.
Sin embargo, fue capaz de hacerlo
sin que la integridad de su cuerpo sufriera por ello. Se separó de su símbolo
del biberón y pudo expresarse a través de él en tanto que objeto. Esta sesión
que repitió dos veces, fue tan impresionante que investigué cómo se había
desarrollado la antrotomía sufrida a los cinco meses. Supimos entonces que, en
el servicio de O.R.L. donde fue operado, no le anestesiaron y que, durante la
dolorosa operación le mantuvieron por la fuerza un biberón de agua azucarada en
la boca.
Este episodio traumático
esclareció la imagen que Roberto había construido de una madre que hambreaba,
violenta, paranoica, peligrosa, que seguramente le atacaba. Después de la
separación, un biberón mantenido por la fuerza, haciéndole tragar sus gritos.
La alimentación con sonda, veinticinco cambios sucesivos. Tuve la impresión de
que el drama de Roberto era que todos sus fantasmas oral-sádicos se habían
realizado en sus condiciones de existencia. Sus fantasmas se habían convertido
en realidad.
Por último, debí confrontarlo con
una realidad. Estuve ausente durante un año, y volví encinta de ocho meses. Me
vio encinta. Comenzó poniendo en escena fantasmas de destrucción de ese niño.
Desaparecí a causa del parto.
Durante mi ausencia, mi marido lo tomó en tratamiento, y Roberto puso en escena
la destrucción del niño. Cuando regresé me vio sin vientre y sin niño. Estaba
pues convencido que sus fantasmas se habían hecho realidad, que había matado al
niño, y que por lo tanto yo iba a matarlo.
Estuvo sumamente agitado esos
últimos quince días, hasta el día en que pudo decírmelo. Entonces, lo confronté
con la realidad. Le traje a mi hija, para que pudiese ahora hacer la ruptura.
Su estado de agitación cesó de golpe, y cuando lo volví a ver, al día
siguiente, empezó, por fin, a expresarme sentimientos de celos.
Se aferraba a
algo vivo y no a la muerte.
Este niño había permanecido
siempre en el estadio en el que los fantasmas eran realidad. Esto explica que
sus fantasmas de construcción intrauterina hayan sido realidad en el
tratamiento, y que haya podido hacer una asombrosa construcción. Si hubiese
estado más allá de ese estadio, yo no hubiera podido obtener esa construcción
de sí mismo.
Como decía ayer, tuve la
impresión de que este niño había caído bajo el efecto de lo real, que al
comienzo no había en él función simbólica alguna, y menos aún función
imaginaria.
Tenía al menos dos palabras.
SR. HYPPOLITE: Quisiera plantear
una pregunta sobre la palabra El lobo. ¿De dónde salió El lobo?
SRA. LEFORT: En las instituciones
infantiles, a menudo las enfermeras asustan a los niños con el lobo. En la
institución donde lo tomé en tratamiento, los niños fueron encerrados-un día
que estaban insoportables-en la sala de juegos, y una enfermera salió e imitó el
grito del lobo para que se portaran bien.
SR. HYPPOLITE: Quedaría por
explicar por qué el miedo al lobo se fijó en él, como en muchos otros niños.
SRA. LEFORT: El lobo era
evidentemente, en parte, la madre devorante.
SR. HYPPOLITE: ¿ Cree usted que
el lobo es siempre la madre devorante?
SRA. LEFORT: En las historias
infantiles siempre se dice que el lobo va a comer. En el estadio sádico-oral,
el niño tiene deseos de comer a su madre, y piensa que su madre va a comerle.
Su madre se convierte en lobo. Creo que aquí está, probablemente, pero no estoy
segura, la génesis. Hay en la historia de este niño muchas cosas ignoradas, que
no he podido saber. Cuando quería ser agresivo conmigo no se ponía en cuatro
patas, ni ladraba. Ahora lo hace. Ahora sabe que es un ser humano, pero de vez
en cuando necesita identificarse a un animal, como lo hace un niño de dieciocho
meses. Y cuando quiere ser agresivo, se pone en cuatro patas, y hace uuh, uuh,
sin la menor angustia. Después se incorpora y sigue el curso de la sesión. Sólo
puede expresar su agresividad en ese estadio.
SR. HYPPOLITE: Sí, entre zwingen
y bezwingen. Se trata de la diferencia que existe entre la palabra en que hay
coerción, y aquella en la que no la hay. La compulsión, Zwang, es el lobo el
que le produce angustia, y la angustia superada, Bezwingung, es el momento en
que juega al lobo.
SRA. LEFORT: Sí, estoy de
acuerdo.