Por: Jairo Báez
¿Qué hay en la
mujer, que termina siendo, definitivamente, el imperio y decisoria de los imperios?; esto
es, quien define todo el proceder humano. Ningún sistema de producción es ajeno
al imperio de la mujer sobre el poderoso, sobre aquel que tiene facilidad de
acceso a lo preciado y el deseo de los necesitados en cualquier sistema de
producción; la mujer, en convergencia directa con eso indescifrable, la
belleza, termina por ser eso fundamental que decide en todo sistema de
producción hasta ahora concebido.
Los hombres, en su condición de portadores y
sostenedores del sistema, sucumben ante el poderío de la mujer que atrae con su
belleza; belleza que, muy y a pesar de lo que se ha dicho y se diga, en
términos de la subjetividad que la concibe, pueda ser ubicable en toda mujer y
por el hecho de ser mujer; no se está enunciando acá la feminidad, la
sexualidad, ni tampoco la maternidad que acompaña a la mujer, sino la esencia
misma de la mujer y cuyo único referente es su belleza.
Esencia de la mujer que
hasta ahora se opone a todo lo demás existente y le da su calidad de objeto a, para todo hombre y nadie ni ningún
objeto puede usurpar; esencia de la mujer que hace mantener un sistema de
producción o desintegrarlo lenta o rápidamente.
Esa belleza solamente propia de ella y de la cual Platón solo dio los
primeros pasos en su ubicación y concepción.
¿Cuál es, por
excelencia, la esencia misma de la mujer? La pregunta apunta a la atracción que
ejerce sobre el hombre y que lo obliga a arriesgar su vida y la vida misma de
la mujer, en su afán de posesión. Necesariamente, esa atracción o esencia ha de
superar el deseo sexual y la aptitud a la maternidad pues estas quedan
rápidamente rebasadas y puestas en entredicho como lo fundamental de lo que
implica el ser mujer.
Se podría pensar en la belleza; pero en una belleza muy
singular y muy propia a ella que se mantiene aún en total misterio. Sin embargo,
decir belleza y decir atracción sería lo mismo y, en tal sentido, todo objeto
cuenta con su belleza particular y hoy, lo que nos convoca es la atracción
única y propia de la mujer.
Qué sea el remanso del sufrimiento del hombre, el
aquietamiento del mal sufrido queda en vilo, pues se podría decir que la
atracción de la mujer pasa por el sufrimiento redivivo de él. Podría acaso ser
su volubilidad en el carácter que la hace cambiar tan rápidamente de opinión y
proceder, pasando del amor al odio, de una acción a otra totalmente contraria;
señalar los defectos menos sospechados de alguien o algo para luego ensalzarle
en determinadas condiciones, no fácilmente discernibles, acentuados dotes que
difícilmente otro pueda detectar.
Si es veraz que del amor al odio no hay sino
un paso, en el caso de la mujer solo existe medio.
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