Sobre el saber y la democracia
Rosendo Rodríguez Fernández
El recorrido por el Saber trae, entre otras muchas resultantes, la idea que lo aparente no es la realidad misma, aunque la realidad es aparente. La epistemología señala un camino que desemboca una y otra vez, trátese del positivista más radical, o del crítico más opuesto a la ingenuidad hiperrealista, en un principio básico: hay algo que está más allá de la apariencia, y ese algo es lo constitutivo de la imagen, es decir, de la realidad. Inclusive, los movimientos religiosos apuntan a la vanidad del mundo, esbozando cierta idea que sostiene que el mundo es una apariencia, engañosa, y hay que ir, moralmente, a buscar una verdad, que sin embargo está establecida y es inmutable.
Así que parece haber un acuerdo tácito sobre lo aparente del mundo. Sin embargo, la política muestra que lo aparente se toma por verdadero, se toma por real, y donde un momento antes se rechaza implícitamente la doxa, ésta deviene criterio absoluto de verdad. La doxa como verdad, algo que incluso fundamenta disciplinas como la psicometría, la que vive haciendo vericuetos, como señalaría Jairo Gallo, con la validez y confiabilidad, vericuetos que imponen una idolátrica imagen paradójicamente proveniente de la ciencia –la que niega con mayor ahínco la doxa como criterio de cientificidad.
La desenvoltura, o más bien, la envoltura imaginaria deja ver los árboles, pero no deja ver el bosque. Un mundo imaginario, descifrable en parte por la epistemología, se cierra en esquemas defensivos, en resistencias al saber, que tienen el carácter de ser prestigiosas, y en tanto más prestigiosas, más susceptibles de prestidigitación. Si la ciencia positiva denuncia el primitivismo del pensamiento mágico de las comunidades agrupadas bajo ese mismo logos de “primitivas”, su fundamento mismo, el planteamiento de la objetividad, cae en un mito, en un absoluto que niega al sujeto, pero que se sostiene en el sujeto. Dicen que para que una comunidad científica desaparezca, debe desaparecer el último de sus representantes. Sin embargo, sostienen a pie junto que su saber es “objetivo”, pasando por alto lo trascendental de este planteamiento. Brevemente, el objetivismo es una metafísica, al suponer la existencia de un absoluto que se revela al investigador, entendido éste como aquél inquieto que busca desentrañar la verdad a través del objeto. Supone la existencia, a priori, de las Leyes de la Naturaleza, junto con Comte, y las busca atravesando el objeto con la experiencia… del sujeto.
¡Tamaña contradicción, en el seno mismo de una escuela que se precia de ser filosófica! Báez se ha burlado constantemente del objetivismo experimental, señalando el carácter imaginario del objeto, un objeto materializado, medido, mesurado, y esgrimido como prueba de la Ley Natural. Eso quiere decir, ni más ni menos, que los positivistas nunca leyeron a Freud, y no porque no tuvieran un libro sobre la Teoría Sexual en sus manos, sino porque en su discurso convencional siguieron anclados a su sentido, y enmarcaron la relación de objeto nuevamente en la preeminencia de lo dado. En otras palabras, el objeto está allí para ser descubierto por un infante, que trae una carga filogenética previa como condición de saber…etc.
Pero si el saber está allí y se difunde, ¿Porqué los pensadores continúan sosteniendo el orden del mundo de la manera como lo hacen? Si se parte de la crítica sencilla de que la doxa no es la verdad, y que la verdad no es estadística, ¿Porqué las urnas están llenas de intelectuales?
Veamos algunos genios de la propaganda, que terminan sosteniendo la democracia haciendo piruetas con la historia, escrita a su antojo de cinematografistas. Hace ya algunos años, Ridley Scott puso en las pantallas gigantes al emperador Marco Aurelio, como un filósofo que, sin más, lleva la pax romana al oscuro y primitivo mundo de los bárbaros, para variar, germanos. El pervertido hijo de Marco Aurelio, un abandonado hijo del padre, Cómodo, toma el poder y “abusa” de la investidura imperial, hasta el desafortunado evento de enfrentar a un general destituido pero instituido como héroe desde su condición de esclavo. Además, Scott bautiza, a este matador, como Máximo Décimo Meridio – Nombres del Padre, significantes de una pre claridad que remite al arcángel San Miguel, matador de demonios. El drama termina en la democracia, tomada de la última exhalación del héroe por la manipulada hermana del tirano, que ordena al inamovible militar –sobreviviente de la administración anterior- devolver el poder al Senado, al político justo.
Sin sonrojarse, Scott re-introduce en la ignorancia al público asistente a las salas de cine, conmovido por la dramática historia de Amor. Por supuesto, el truco funciona. Ya la imagen de Marco Aurelio es la de un filósofo, un buen hombre en el poder, y el poder, algo puro después de todo – y sobre todo para Scott-, pues en la razón, expurga con sabiduría la oscuridad del pensamiento mágico, primitivo.
Con honores, siempre terminan las historias de Hollywood. El culto a la bandera, la insignia, el escudo. Todo volcado en una imagen, la pasión bullendo en los corazones democráticos. Scott sin embargo deja una asociación, la inevitable, entre el tirano y la democracia. Aquél que piensa que piensa bien, y que se nombra filósofo, a su vez que es gobernante, y aquél que piensa que el otro piensa bien, por su condición de filósofo.
Pues bien, desde que los filósofos entraron en la escena democrática, hablando siempre de afuera, como en el caso de Slavoj Zizek, la imagen del político ahora se asociará con la del sabio. Es ahora el instante de los que tienen el saber. Es ahora el instante de los que creen que el filósofo sabe. Versión con nuevo estuche de la dialéctica del Amo y el Esclavo del Hegel de Kojève.
Y desde aquí, un freudiano, o sea, otro religioso, afirma que esto es una tamaña ilusión salida de la dinámica de la transferencia. El viejo modelo del amor por el propio delirio. La sujeción al mismo, al pensamiento mágico que es característico del que afirma ser científico, objetivista. La sujeción a la democrática verdad, por mayoría, por “elección”. Interesante fenómeno, ver a los intelectuales en el campo de aquellos que creen en las encuestas, y que se rigen por los cuestionarios, para sostener como verdadero cualquier postulado, incluso avasallante, digamos, como el que fundamenta la “seguridad democrática”.
Vuélvase al Marco Aurelio de Scott, y se tiene el paradigma de la democracia, incluso con el de su salvaguarda. La seguridad democrática funciona no como un mero dispositivo de instituciones encargadas de velar por el control del terrorismo. Funciona con base en el modelo de la fobia. Se crea un temor imaginario, con algunos referentes reales (es decir, hay muertos, cierto), y una figura tipo homo sacer, figura lo suficientemente localizable, lo suficientemente difusa, para mantener la prestidigitación –y sobre todo, para dirigir el deseo, impregnado de la pulsión de muerte que se desborda en esos casos: “Deberían matar a todos esos tales por cuales”.
Con ésta lógica, medieval, llamada de “Cacería de brujas”, se sostiene la Seguridad Democrática. El resultado es un enorme presupuesto, y cuerpos administrativos más o menos voluminosos, que tienen la “experiencia” –sin duda – de tratar éstos problemas valientemente, a “riesgo de sus vidas”, pues al modo de Mel Gibson, “Somos héroes”.
Esto, brevemente tocado, tomando algunos referentes de lo imaginario, pues absolutamente esta es la apariencia, sostenida en el afecto, transferencia imaginaria, transferencia primera, del mundo en que se introduce el sujeto más como objeto de amor. Si hay algo que caracteriza la democracia, es el Amor. El dispositivo se monta sobre la doxa, y la doxa es signo de la pulsión, nombrada como Amor, claro, con la máscara de la sabiduría.
El ritual adquiere dimensiones sociológicas. Muchos amantes, con los cuchillos bajo las togas, concurren a las urnas. Luego de la “elección”, narcisísticamente, estos electores verán a su ser amado en el poder, o verán a su héroe caído volver a la lucha, sin ceder en el honor.
Las espadas siempre estarán en alto, pues lo que allí las sostiene es una razón, a la cual se dirigen las catexias libidinales. Esta razón se caracteriza por su mágico devenir, por su delirante carácter, por su saber supuesto. El objeto que toma su lugar para articular la realidad del mundo es el líder amado (y odiado), que proporciona el sustrato imaginario a un invadido significante del Nombre del Padre.
Sociológicamente, los fenómenos que se observan son los de la Masa. Se logra masa crítica (la magia de la estadística) y se tiene un ser “electo” para gobernar. Este electo, un líder, cargará con el deseo de la opinión pública, un imaginario que no por no ser real, no genera un real. Hay en juego un supuesto saber, y un saber que se impone. Una propaganda reza que tantos millones de personas no pueden estar equivocados, así que la democracia debe ser, por estadística, fundada en la verdad. Galileo y otros cuantos, desde finales de la Edad Media, mostraron que en efecto, muchos millones de personas andan equivocadas. Sin embargo, la política es quemar a quien demuestra, no la verdad, sino que la mayoría narcisista no tiene la razón.
La sabia democracia actual basa su truco en el Amor. Es una estructura encerrada en el amor por el amor, para el amor y que desemboca en el amor. El dominio de lo público, las elecciones, son afectivas. Tenemos que considerar que el amor es ciego, pues el amante está en una relación con un objeto que causa su deseo. Y su deseo tiene el poder de obnubilar el pensamiento reflexivo. Lo más curioso de esta dinámica amorosa es que nadie sabe porqué ama a otro, pero simplemente no puede evitar amarlo. Es, una vez más, el problema de que el inconsciente es la política.
Hoy, los candidatos responden desde el saber supuesto, y juegan, como reinas de belleza, a acumular votos que significan poder. Me pregunto qué pasará si los filósofos acceden al poder, al estilo del viejo Vladimir Illich Ulianov. ¿Se librarán, o liberarán al mundo de la estadística mágica democracia? ¿Instaurarán formas sociales que conduzcan a los ciudadanos al contacto con la Verdad? ¿Destituirán lo imaginario como regente de la cotidianidad? ¿Serán lo mismo que los políticos tradicionales, a diferencia de que éstos si saben lo que hacen, y por qué lo hacen?
Si los filósofos confían en desafiar la percepción religiosa de la cotidianidad, sin encontrar todas las formas de resistencia posibles, obteniendo como resultado el pensamiento formal, desde el gobierno de un estado, andan en equívoco. Se encuentran ante el máximo desafío desde Aristóteles y Alejandro Magno. Observen sencillamente cualquier facultad universitaria de cualquier país, y atrévanse a sostener que allí no hay pensamiento mágico. No se diga que allí no hay intelectuales en cargos administrativos, y que no hay incluso intelectuales dueños de instituciones educativas. Sin embargo, por más ciencia, y a más ciencia, más magia y religión en su anverso.
Fíjense sencillamente en si es posible establecer no un gobierno democrático, sino un gobierno político estatuido bajo la divergencia y el desencuentro, bajo la administración que es tomada por el saber sobre lo público que ha superado la magia del deseo y ha alcanzado la mayoría de edad por la razón. Si lo consiguieran con un solo súbdito, diríamos que esto es posible. Si consiguieran que un solo tirano, para variar, el filósofo mismo, se moviera de su posición de supuesto saber, y dejara de lado sus intenciones de ser amado (de ser amo) para estatuir el amor al saber como estructurante de la vida pública, creo que tendríamos un mundo absolutamente diferente. Ese mundo tal vez sería no tan promisorio y no tan gozoso, pero al fin y al cabo, permitiría al ciudadano ser responsable de un destino intensamente buscado.
Mayo, 2010.