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jueves, 7 de octubre de 2010

CRONOGRAMA III ENCUENTRO DE SEMILLEROS DE INVESTIGACIÓN EN PSICOANÁLISIS Y III ENCUENTRO DE TRABAJADORES DE SALUD MENTAL EN BOGOTÁ

CRONOGRAMA III ENCUENTRO DE SEMILLEROS DE INVESTIGACIÓN EN PSICOANÁLISIS Y III ENCUENTRO DE TRABAJADORES DE SALUD MENTAL EN BOGOTÁ




Jueves 14 de Octubre Jornada Mañana

8:00 a 8:30 Entrada e Introducción al encuentro
María Fernanda Melo

8:30 a 9:00 Síntoma Y Cultura: Una Reflexión Sobre Los Síntomas Contemporáneos
Ángela María Castaño Peñuela



9:00 a 9:30 Subjetividad e Institución carcelaria
Oscar Rojas

9:30 a 10:00 De Las Psicosis Y De Su Relación Con Lo Subjetivo
Jaime Velosa Forero

10:00 a 10:30 Del órgano a lo humano: un abordaje desde el psicoanálisis a la estructura del sujeto – discusión desde la teoría de Melanie Klein y Jacques Lacan
Mónica Rodríguez

10:30 a 10:45 break

10:45 a 11:15 Presentación De Un Caso Diagnosticado Por Psiquiatría Como Psicosis Paranoide: Hacía Otra Alternativa De Abordaje Clínico
Ivon Carolina Benavides Plazas
Carol Fernández Jaimes
Karen Paola Daza Huérfano

11:15 a 11:45 El silencio desde un caso clínico David Parada

11:45 a 12:15 El Dispositivo Psicoanalítico En El Trabajo Clínico Institucional
Cesar Augusto Remarchuk León





Jueves 14 de Octubre Jornada noche

5:00 a 5:30 Entrada e Introducción al encuentro
María Fernanda Melo

5:30 a 6:00 Del ello al yo inconsciente
Edison Alejandro Martínez Martínez

6:00 a 6:30 Paralelo Entre El Conocimiento Científico Occidental Y La Filosofía Oriental
José Domingo Flores

6:30 a 7:00 El juego : la influencia sobre el desarrollo mental
Sergio Fabián García rodríguez y Jonathan Asaf hurtado

7:00 a 7:30 Discusiones Éticas Alrededor Del Dispositivo Analítico
Jorge Mario Karam

7:30 a 7:45 Break

7:45 a 8:15 Amor como gran idilio y camino hacia el goce
Karen Mesa

8:15 a 8:45 La naturaleza y el amor en pro de la salud mental
Lucía Arias Carreño



Viernes 15 de Octubre Jornada Mañana

8:00 a 8:30 Entrada e Introducción al encuentro
Karen Mesa

8:30 a 9:00 Malestar psicótico o comodidad neurótica
Diego Quintero


9:00 a 9:30 El rol del Terapeuta Ocupacional en la Salud Mental.
Olga Marina Gamba

9:30 a 10:00 De la simbolización a la elaboración del duelo en niños
Margarita Vergara y Eliana Ibáñez

10:00 a 10:30 Clínica De La Psicosis Y Psicología Social
Rosendo Rodríguez

10:30 a 10:45 Break

10:45 a 11:15 De la institución al trabajo interdisciplinario
Diana Alzate

11:15 a 11:45 La Clínica En El Hospital De Misericordia: Obra En Construcción.
Vilma Torres

11:45 a 12:15 Lo perverso del discurso occidental
Nubia Alejandra Acuña y Millerlandhy Vega

jueves, 24 de junio de 2010

FUNCION Y CAMPO DE LA PALABRA Y EL LENGUAJE EN PSICOANALISIS

Función y campo de la palabra y del lenguaje en psicoanálisis

Jacques Lacan

1955

Prefacio


En particular, no habrá que olvidar que la separación en embriología, anatomía, fisiología, psicología, sociología, clínica, no existe en la naturaleza y que no hay más que una disciplina: la neurobiología a la que la observación nos obliga a añadir el epíteto humana en lo que nos concierne.

Cita escogida para exergo de un Instituto de Psicoanálisis en l952.


El discurso que se encontrará aquí merece ser introducido por sus circunstancias. Porque lleva sus marcas.

El tema fue propuesto al autor para constituir el informe teórico usual, en la reunión anual que la sociedad que representaba entonces al psicoanálisis en Francia proseguía desde hacía años en una tradición que se había vuelto venerable bajo el título de "Congreso de los Psicoanalistas de Lengua Francesa", extendido desde hace dos años a los psicoanalistas de lengua romance (y en el que se comprendía a Holanda por una tolerancia de lenguaje). Ese Congreso debía tener lugar en Roma en el mes de septiembre de l953.

En el intervalo, ciertas disensiones graves acarrearon en el grupo francés una secesión. Se habían revelado con ocasión de Ia fundación de un "instituto de psicoanálisis". Se pudo escuchar entonces al equipo que había logrado imponer sus estatutos y su programa proclamar que impediría hablar en Roma a aquel que junto con otros había intentado introducir una concepción diferente, y utilizó con ese fin todos los medios que estaban en su poder.

No pareció sin embargo a aquellos que desde entonces habían fundado la nueva Sociedad Francesa de Psicoanálisis que debiesen privar de la manifestación anunciada a la mayoría de estudiantes que se adherían a su enseñanza, ni siquiera que debiesen renunciar al lugar eminente donde había sido proyectada.

Las simpatías generosas que vinieron en su ayuda del grupo italiano no los colocaban en situación de huéspedes inoportunos en la Ciudad universal.

En cuanto al autor de este discurso, pensaba estar asistido, por muy desigual que hubiese de mostrarse ante la tarea de hablar de la palabra, por alguna connivencia inscrita en aquel lugar mismo.

Recordaba en efecto que, mucho antes de que se revelase allí la gloria de la más alta cátedra del mundo, Aulio Gelio, en sus Noches áticas, daba al lugar llamado Mons Vaticanus la etimología de vagire, que designa los primeros balbuceos de la palabra.

Si pues su discurso no hubiese de ser cosa mejor que un vagido, por lo menos tomaría de ello el auspicio de renovar en su disciplina los fundamentos que ésta toma en el lenguaje.

Esta renovación tomaba asimismo de la historia demasiado sentido para que él por su parte no rompiese con el estilo tradicional que sitúa el "informe" entre la compilación y la síntesis, para darle el estilo irónico de una puesta en tela de juicio de los fundamentos de esa disciplina.

Puesto que sus oyentes eran esos estudiantes que esperan de nosotros la palabra, fue sobre todo pensando en ellos como fomentó su discurso, y para renunciar en su honor a las reglas que se observan entre augures de remedar el rigor con la minucia y confundir regla y certidumbre.

En el conflicto en efecto que los habría llevado a la presente situación, se habían dado pruebas en cuanto a su autonomía de temas de un desconocimiento tan exorbitante, que la exigencia primera correspondía por ello a una reacción contra el tono permanente que había permitido semejante exceso.

Es que más allá de las circunstancias locales que habían motivado este conflicto, había salido a luz un vicio que las rebasaba con mucho. Ya el solo hecho de que se haya podido pretender regular de manera tan autoritaria la formación del psicoanalista planteaba la cuestión de saber si los modos establecidos de esta formación no desembocaban en el fin paradójico de una minorización perpetuada.

Ciertamente, las formas iniciáticas y poderosamente organizadas en las que Freud vio la garantía de la transmisión de su doctrina se justifican en la posición de una disciplina que no puede sobrevivirse sino manteniéndose en el nivel de una experiencia integral.

Pero ¿no han llevado a un formalismo decepcionante que desalienta la iniciativa penalizando el riesgo, y que hace del reino de la opinión de los doctos el principio de una prudencia dócil donde la autenticidad de la investigación se embota antes de agotarse?

La extrema complejidad de las nociones puestas en juego en nuestro dominio hace que en ningún otro sitio corra un espíritu, por exponer su juicio, mas totalmente el riesgo de descubrir su medida.

Pero esto debería arrastrar la consecuencia de hacer nuestro propósito primero, si no es que único, de la liberación de las tesis por la elucidación de los principios.

La selección severa que se impone, en efecto, no podría ser remitida a los aplazamientos indefinidos de una coopción quisquillosa, sino a la fecundidad de la producción concreta y a la prueba dialéctica de sostenimientos contradictorios.

Esto no implica de nuestra parte ninguna valorización de Ia divergencia. Muy al contrario, no sin sorpresa hemos podido escuchar en el Congreso Internacional de Londres, al que, por no haber cumplido las formas, veníamos como demandantes, a una personalidad bien intencionada para con nosotros deplorar que no pudiésemos justificar nuestra secesión por algún desacuerdo doctrinal. ¿Quiere esto decir que una asociación que quiere ser internacional tiene otro fin sino el de mantener el principio de la comunidad de nuestra experiencia?

Sin duda es el secreto de Polichinela que hace un buen rato que ya no hay tal, y fue sin ningún escándalo como al impenetrable señor Zilboorg que, poniendo aparte nuestro caso, insistía en que ninguna secesión fuese admitida sino a título de debate científico, el penetrante señor Wälder pudo replicar que de confrontar los principios en que cada uno de nosotros cree fundar su experiencia, nuestros muros se disolverían bien pronto en la confusión de Babel.

Creemos por nuestra parte que, si innovamos, no está en nuestros gustos hacer de ello un mérito.

En una disciplina que no debe su valor científico sino a los conceptos teóricos que Freud forjó en el progreso de su experiencia, pero que, por estar todavía mal criticados y conservar por lo tanto la ambigüedad de la lengua vulgar, se aprovechan de esas resonancias no sin incurrir en malentendidos, nos parecería prematuro romper la tradición de su terminología.

Pero me parece que esos términos no pueden sino esclarecerse con que se establezca su equivalencia en el lenguaje actual de la antropología, incluso en los últimos problemas de la filosofía, donde a menudo el psicoanálisis no tiene sino que recobrar lo que es suyo.

Urgente en todo caso nos parece la tarea de desbrozar en nociones que se amortiguan en un uso de rutina el sentido que recobran tanto por un retorno a su historia como por una reflexión sobre sus fundamentos subjetivos.

Esta es sin duda la función del docente, de donde todas las otras dependen, y es en ella donde mejor se inscribe el precio de la experiencia.

Descuídesela y se obliterará el sentido de una acción que no recibe sus efectos sino del sentido, y las reglas técnicas, de reducirse a recetas, quitan a la experiencia todo alcance de conocimiento e incluso todo criterio de realidad.

Pues nadie es menos exigente que un psicoanalista sobre lo que puede dar su estatuto a una acción que no está lejos de considerar el mismo como mágica, a falta de saber situarla en una concepción de su campo que no se le ocurre hacer concordar con su práctica.

El exergo cuyo adorno hemos transportado a este prefacio es un ejemplo de ello bastante lindo.

Por eso también, ¿está acaso de acuerdo con una concepción de la formación analítica que sería la de una escuela de conductores que, no contenta con aspirar al privilegio singular de extender la licencia de conductor, imaginarse estar en situación de controlar la construcción automovilística?

Esta comparación valdrá lo que valga, pero sin duda vale tanto como las que corren en nuestras asambleas más graves y que a pesar de haberse originado en nuestro discurso a los idiotas, ni siquiera tienen el sabor de los camelos de iniciados, pero no por eso parecen recibir menos un valor de uso de su carácter de pomposa inepcia

La cosa empieza en la comparación de todos conocida del candidato que se deja arrastrar prematuramente a la práctica con el cirujano que operaría sin asepsia, y llega hasta la que incita a llorar por esos desdichados estudiantes desgarrados por el conflicto de sus maestros como niños por el divorcio de sus padres.

Sin duda, ésta, la última en nacimiento, nos parece inspirarse en el respeto debido a los que han sufrido en efecto lo que llamaremos, moderando nuestro pensamiento, una presión en la enseñanza que los ha sometido a una dura prueba, pero puede uno preguntarse también, escuchando su trémolo en la boca de los maestros, si los Iímites del infantilismo no habrán sido sin previo aviso retrotraídos hasta la tontería.

Las verdades que estas frases hechas recubren merecerían sin embargo que se las sometiese a un examen más serio.

Método de verdad y de desmistificación de los camuflajes subjetivos, ¿manifestaría el psicoanálisis una ambición desmedida de aplicar sus principios a su propia corporación, o sea a la concepción que se forjan los psicoanalistas de su papel ante el enfermo, de su lugar en la sociedad de los espíritus, de sus relaciones con sus pares y de su misión de enseñanza?

Acaso por volver a abrir algunas ventanas a la plena luz del pensamiento de Freud, esta exposición aliviará en algunos la angustia que engendra una acción simbólica cuando se pierde en su propia opacidad.

Sea como sea, al evocar las circunstancias de este discurso no pensamos en absoluto en excusar sus insuficiencias demasiado evidentes por el apresuramiento que de ellas recibió, puesto que es por el mismo apresuramiento por el que toma su sentido con su forma.

A más de que hemos demostrado, en un sofisma ejemplar del tiempo intersubjetivo, la función del apresuramiento en la precipitación lógica donde la verdad encuentra su condición irrebasable.

Nada creado que no aparezca en la urgencia, nada en la urgencia que no engendre su rebasamiento en la palabra.

Pero nada también que no se haga en ella contingente cuando viene su momento para el hombre, donde puede identificar en una sola razón el partido que escoge y el desorden que denuncia, para comprender su coherencia en lo real y adelantarse por su certidumbre respecto de la acción que los pone en equilibrio.

viernes, 14 de mayo de 2010

SOBRE LA DINAMICA DE LA TRANSFERENCIA


SOBRE LA DINAMICA DE LA TRANSFERENCIA

Sigmund Freud
(1912)

El tema de la «trasferencia», difícil de agotar. Yo querría añadir aquí algunas puntualizaciones a fin de que se comprenda cómo ella se produce necesariamente en una cura psicoanalítica y alcanza su consabido papel durante el tratamiento.

Aclarémonos esto: todo ser humano, por efecto conjugado de sus disposiciones innatas y de los influjos que recibe en su infancia, adquiere una especificidad determinada para el ejercicio de su vida amorosa, o sea, para las condiciones de amor que establecerá y las pulsiones que satisfará, así como para las metas que habrá de fijarse. Esto da por resultado, digamos así, un clisé (o también varios) que se repite -es reimpreso- de manera regular en la trayectoria de la vida, en la medida en que lo consientan las circunstancias exteriores y la naturaleza de los objetos de amor asequibles, aunque no se mantiene del todo inmutable frente a impresiones recientes. Ahora bien, según lo que hemos averiguado por nuestras experiencias, sólo un sector de esas mociones determinantes de la vida amorosa ha recorrido el pleno desarrollo psíquico; ese sector está vuelto hacia la realidad objetiva, disponible para la personalidad conciente, y constituye una pieza de esta última. Otra parte de esas mociones libidinosas ha sido demorada en el desarrollo, está apartada de la personalidad conciente así como de la realidad objetiva-, y sólo tuvo permitido desplegarse en la fantasía o bien ha permanecido por entero en lo inconciente, siendo entonces no consabida para la conciencia de la personalidad. Y si la necesidad de amor de alguien no está satisfecha de manera exhaustiva por la realidad, él se verá precisado a volcarse con unas representaciones expectativa libidinosas hacia cada nueva persona que aparezca, y es muy probable que las dos porciones de su libido, la susceptible de conciencia y la inconciente, participen de tal acomodamiento.

Es entonces del todo normal e inteligible que la investidura libidinal aprontada en la expectativa de alguien que está parcialmente insatisfecho se vuelva hacia el médico. De acuerdo con nuestra premisa, esa investidura se atendrá a modelos, se anudará a uno de los clisés preexistentes en la persona en cuestión o, como también podemos decirlo, insertará al médico en una de las «series» psíquicas que el paciente ha formado hasta ese momento. Responde a los vínculos reales con el médico que para semejante seriación se vuelva decisiva la «imago paterna» -según una feliz expresión de Jung. Empero, la trasferencia no está atada a ese modelo; también puede producirse siguiendo la imago materna o de un hermano varón. Las particularidades de la trasferencia sobre el médico, en tanto y en cuanto desborden la medida y la modalidad de lo que se justificaría en términos positivos y acordes a la ratio, se vuelven inteligibles si se reflexiona en que no sólo las representaciones expectativa concientes, sino también las rezagadas o inconcientes, han producido esa trasferencia.

No correspondería decir ni cavilar más sobre esta conducta de la trasferencia si no quedaran ahí sin esclarecer dos puntos que poseen especial interés para el psicoanalista. En primer lugar, no, comprendemos que la trasferencia resulte tanto más intensa en personas neuróticas bajo análisis que en otras, no analizadas; y en segundo lugar, sigue constituyendo un enigma por qué en el análisis la trasferencia nos sale al paso como la más fuerte resistencia al tratamiento, siendo que, fuera del análisis, debe ser reconocida como portadora del efecto salutífero, como condición del éxito. En este sentido, hay una experiencia que uno puede corroborar cuantas veces quiera: cuando las asociaciones libres de un paciente se deniegan, en todos los casos es posible eliminar esa parálisis aseverándole que ahora él está bajo el imperio de una ocurrencia relativa a la persona del médico o a algo perteneciente a él. En el acto de impartir ese esclarecimiento, uno elimina la parálisis o muda la situación: las ocurrencias ya no se deniegan; en todo caso, se las silencia.

A primera vista, parece una gigantesca desventaja metódica del psicoanálisis que en él la trasferencia, de ordinario la más poderosa palanca del éxito, se mude en el medio más potente de la resistencia. Pero, si se lo contempla más de cerca, se remueve al menos el primero de los dos problemas enunciados. No es correcto que durante el psicoanálisis la trasferencia se presente más intensa y desenfrenada que fuera de él. En institutos donde los enfermos nerviosos no son tratados analíticamente se observan las máximas intensidades y las formas más indignas de una trasferencia que llega hasta el sometimiento, y aun la más inequívoca coloración erótica de ella. Una sutil observadora como Gabriele Reuter lo ha pintado en un maravilloso libro, para un tiempo en que apenas existía psicoanálisis alguno; en ese libro se traslucen las mejores intelecciones sobre la esencia y la génesis de las neurosis. Así, no corresponde anotar en la cuenta del psicoanálisis aquellos caracteres de la trasferencia, sino atribuírselos a la neurosis.

En cuanto al segundo problema -por qué la trasferencia nos sale al paso como resistencia en el psicoanálisis-, aún no lo hemos tocado. Ahora, pues, debemos acercarnos a él. Evoquemos la situación psicológica del tratamiento: Una condición previa regular e indispensable de toda contracción de una psiconeurosis es el proceso que Jung acertadamente ha designado como «introversión» de la libido.

Vale decir: disminuye el sector de la libido susceptible de conciencia, vuelta hacia la realidad, y en esa misma medida aumenta el sector de ella extrañada de la realidad objetiva, inconciente, que si bien puede todavía alimentar las fantasías de la persona, pertenece a lo inconciente. La libido (en todo o en parte) se ha internado por el camino de la regresión y reanima las imagos infantiles. Y bien, hasta allí la sigue la cura analítica, que quiere pillarla, volverla de nuevo asequible a la conciencia y, por último, ponerla al servicio de la realidad objetiva. Toda vez que la investigación analítica tropieza con la libido retirada en sus escondrijos, no puede menos que estallar un combate; todas las fuerzas que causaron la regresión de la libido se elevarán como unas «resistencias» al trabajo, para conservar ese nuevo estado. En efecto, si la introversión o regresión de la libido no se hubiera justificado por una determinada relación con el mundo exterior (en los términos más universales: por la frustración de la satisfacción), más aún, sí no hubiera sido acorde al fin en ese instante, no habría podido producirse en modo alguno. Empero, las resistencias de este origen no son las únicas, ni siquiera las más poderosas. La libido disponible para la personalidad había estado siempre bajo la atracción de los complejos inconcientes (mejor dicho: de las partes de esos complejos que pertenecían a lo inconciente) y cayó en la regresión por haberse relajado la atracción de la realidad. Para liberarla es preciso ahora vencer esa atracción de lo inconciente, vale decir, cancelar la represión {esfuerzo de desalojo} de las pulsiones inconcientes y de sus producciones, represión constituida desde entonces en el interior del individuo. Esto da por resultado la parte con mucho más grandiosa de la resistencia, que hartas veces hace subsistir la enfermedad aunque el extrañamiento respecto de la realidad haya vuelto a perder su temporario fundamento. El análisis tiene que librar combate con las resistencias de ambas fuentes. La resistencia acompaña todos los pasos del tratamiento; cada ocurrencia singular, cada acto del paciente, tiene que tomar en cuenta la resistencia, se constituye como un compromiso entre las fuerzas cuya meta es la salud y aquellas, ya mencionadas, que las contrarían.

Pues bien: si se persigue un complejo patógeno desde su subrogación en lo conciente (llamativa como síntoma, o bien totalmente inadvertida) hasta su raíz en lo inconciente, enseguida se entrará en una región donde la resistencia se hace valer con tanta nitidez que la ocurrencia siguiente no puede menos que dar razón de ella y aparecer como un compromiso entre sus requerimientos y los del trabajo de investigación. En este punto, según lo atestigua la experiencia, sobreviene la trasferencia. Si algo del material del complejo (o sea, de su contenido) es apropiado para ser trasferido sobre la persona del médico, esta trasferencia se produce, da por resultado la ocurrencia inmediata y se anuncia mediante los indicios de una resistencia -p. ej., mediante una detención de las ocurrencias-. De esta experiencia inferimos que la idea trasferencial ha irrumpido hasta la conciencia a expensas de todas las otras posibilidades de ocurrencia porque presta acatamiento también a la resistencia. Un proceso así se repite innumerables veces en la trayectoria de un análisis. Siempre que uno se aproxima a un complejo patógeno, primero se adelanta hasta la conciencia la parte del complejo susceptible de ser trasferida, y es defendida con la máxima tenacidad.

Vencida aquella parte, los otros ingredientes del complejo ofrecen ya pocas dificultades. Mientras más se prolongue una cura analítica y con más nitidez haya discernido el enfermo que unas meras desfiguraciones del material patógeno no protegen a este de ser puesto en descubierto, tanto más consecuente se mostrará en valerse de una modalidad de desfiguración que, manifiestamente, le ofrece las máximas ventajas: la desfiguración por trasferencia. Estas constelaciones se van encaminando hacia una situación en que todos los conflictos tienen que librarse en definitiva en el terreno de la trasferencia.

Así, en la cura analítica la trasferencia se nos aparece siempre, en un primer momento, sólo como el arma más poderosa de la resistencia, y tenemos derecho a concluir que la intensidad y tenacidad de aquella son un efecto y una expresión de esta. El mecanismo de la trasferencia se averigua, sin duda, reconduciéndolo al apronte de la libido que ha permanecido en posesión de imagos infantiles; pero el esclarecimiento de su papel en la cura, sólo si uno penetra en sus vínculos con la resistencia.

¿A qué debe la trasferencia el servir tan excelentemente como medio de la resistencia? Se creería que no es difícil la respuesta. Es claro que se vuelve muy difícil confesar una moción de deseo prohibida ante la misma persona sobre quien esa moción recae. Este constreñimiento da lugar a situaciones que parecen casi inviables en la realidad. Ahora bien, esa es la meta que quiere alcanzar el analizado cuando hace coincidir el objeto de sus mociones de sentimiento con el médico. Sin embargo, una reflexión más ceñida muestra que esa aparente ganancia no puede proporcionarnos la solución del problema. Es que, por otra parte, un vínculo de apego tierno, devoto, puede salvar todas las dificultades de la confesión. En circunstancias reales análogas suele decirse: «Ante ti no me avergüenzo, puedo decírtelo todo». Entonces, la trasferencia sobre el médico podría igualmente servir para facilitar la confesión, y uno no comprende por qué la obstaculiza.

La respuesta a esta pregunta, planteada aquí repetidas veces, no se obtendrá mediante ulterior reflexión, sino que es dada por la experiencia que uno hace en la cura a raíz de la indagación de las particulares resistencias trasferenciales. Al fin uno cae en la cuenta de que no puede comprender el empleo de la trasferencia como resistencia mientras piense en una «trasferencia» a secas. Es preciso decidirse a separar una trasferencia «positiva» de una «negativa», la trasferencia de sentimientos tiernos de la de sentimientos hostiles, y tratar por separado ambas variedades de trasferencia sobre el médico. Y la positiva, a su vez, se descompone en la de sentimientos amistosos o tiernos que son susceptibles de conciencia, y la de sus prosecuciones en lo inconciente. De estos últimos, el análisis demuestra que de manera regular se remontan a fuentes eróticas, de suerte que se nos impone esta intelección: todos nuestros vínculos de sentimiento, simpatía, amistad, confianza y similares, que valorizamos en la vida, se enlazan genéticamente con la sexualidad y se han desarrollado por debilitamiento de la meta sexual a partir de unos apetitos puramente sexuales, por más puros y no sensuales que se presenten ellos ante nuestra autopercepción conciente. En el origen sólo tuvimos noticia de objetos sexuales; y el psicoanálisis nos muestra que las personas de nuestra realidad objetiva meramente estimadas o admiradas pueden seguir siendo objetos sexuales para lo inconciente en nosotros.

La solución del enigma es, entonces, que la trasferencia sobre el médico sólo resulta apropiada como resistencia dentro de la cura cuando es una trasferencia negativa, o una positiva de mociones eróticas reprimidas. Cuando nosotros «cancelamos» la trasferencia haciéndola conciente, sólo hacemos desasirse de la persona del médico esos dos componentes del acto de sentimiento; en cuanto al otro componente susceptible de conciencia y no chocante, subsiste y es en el psicoanálisis, al igual que en los otros métodos de tratamiento, el portador del éxito. En esa medida confesamos sin ambages que los resultados del psicoanálisis se basaron en una sugestión; sólo que por sugestión es preciso comprender lo hemos descubierto ahí: el influjo sobre un ser humano por medio de los fenómenos trasferenciales posibles con él. Velamos por la autonomía última del enfermo aprovechando la sugestión para hacerle cumplir un trabajo psíquico que tiene por consecuencia necesaria una mejoría duradera de su situación psíquica.

Puede preguntarse, aún, por qué los fenómenos de resistencia trasferencial salen a la luz sólo en el psicoanálisis, y no en un tratamiento indiferente, por ejemplo en institutos de internación. La respuesta reza: también allí se muestran, sólo que es preciso apreciarlos como tales. Y el estallido de la trasferencia negativa es incluso harto frecuente en ellos. El enfermo abandona el sanatorio sin experimentar cambios o aun desmejorado tan pronto cae bajo el imperio de la trasferencia negativa. Y si en los institutos la trasferencia erótica no es tan inhibitoria, se debe a que en ellos, como en la vida ordinaria, se la esconde en lugar de ponerla en descubierto; pero se exterioriza con toda nitidez como resistencia contra la curación, no por cierto expulsando del instituto a los enfermos -al contrario, los retiene ahí-, sino manteniéndolos alejados de la vida. En efecto, para la curación poco importa que el enfermo venza dentro del sanatorio esta o estotra angustia o inhibición; lo que interesa es que también en la realidad objetiva de su vida se libre de ellas.

La trasferencia negativa merecería un estudio en profundidad, que no puede dedicársele en el marco de estas elucidaciones. En las formas curables de psiconeurosis se encuentra junto a la trasferencia tierna, a menudo dirigida de manera simultánea sobre la misma persona. Para este estado de cosas se ha acuñado la acertada expresión de «ambivalencia». Una ambivalencia así de los sentimientos parece ser normal hasta cierto punto, pero un grado más alto de ella es sin duda una marca particular de las personas neuróticas. El temprano «divorcio de los pares de opuestos» parece ser característico de la vida pulsional en la neurosis obsesiva, y constituir una de sus condiciones constitucionales. La ambivalencia de las orientaciones del sentimiento es lo que mejor nos explica la aptitud de los neuróticos para poner sus trasferencias al servicio de la resistencia. Donde la capacidad de trasferir se ha vuelto en lo esencial negativa, como es el caso de los paranoicos, cesa también la posibilidad de influir y de curar.

Con todas las consideraciones que llevamos hechas sólo hemos apreciado una parte del fenómeno trasferencial. Debemos prestar atención a otro aspecto del mismo asunto. Quien haya recogido la impresión correcta sobre cómo el analizado es expulsado de sus vínculos objetivos {real} con el médico tan pronto cae bajo el imperio de una vasta resistencia trasferencial; cómo luego se arroga la libertad de descuidar la regla fundamental del psicoanálisis, según la cual uno debe comunicar sin previa crítica todo cuanto le venga a la mente; cómo olvida los designios con los que entró en el tratamiento, y cómo ahora le resultan indiferentes unos nexos lógicos y razonamientos que poco antes le habrían hecho la mayor impresión; esa persona, decimos, sentirá la necesidad de explicarse aquella impresión por otros factores además de los ya consignados, y de hecho esos otros factores no son remotos: resultan, también ellos, de la situación psicológica en que la cura ha puesto al analizado.

En la pesquisa de la libido extraviada de lo conciente, uno ha penetrado en el ámbito de lo inconciente. Y las reacciones que uno obtiene hacen salir a la luz muchos caracteres de los procesos inconcientes, tal como de ellos tenemos noticia por el estudio de los sueños. Las mociones inconcientes no quieren ser recordadas, como la cura lo desea, sino que aspiran a reproducirse en consonancia con la atemporalidad y la capacidad de alucinación de lo inconciente. Al igual que en el sueño, el enfermo atribuye condición presente y realidad objetiva a los resultados del despertar de sus mociones inconcientes; quiere actuar sus pasiones sin atender a la situación objetiva {real}. El médico quiere constreñirlo a insertar esas mociones de sentimiento en la trama del tratamiento y en la de su biografía, subordinarlas al abordaje cognitivo y discernirlas por su valor psíquico. Esta lucha entre médico y paciente, entre intelecto y vida pulsional, entre discernir y querer «actuar», se desenvuelve- casi exclusivamente en torno de los fenómenos trasferenciales. Es en este campo donde debe obtenerse la victoria cuya expresión será sanar duraderamente de la neurosis. Es innegable que domeñar los fenómenos de la trasferencia depara al psicoanalista las mayores dificultades, pero no se debe olvidar que justamente ellos nos brindan el inapreciable servicio de volver actuales y manifiestas las mociones de amor escondidas y olvidadas de los pacientes.