martes, 1 de marzo de 2022
EL CUERPO ARMA (El Cuerpo D)
Por: Jairo Báez
¿Acaso pueda existir una forma de presentar un análisis de caso que no sea aquella del aburrimiento?
Un cuerpo que surge de las cenizas de la mirada de la aceptación del otro-Otro, que rompe con la esquizofrenia, el rechazo o la ausencia, para tornarse en un arma capaz de destruir cualquier otro-Otro cuerpo que emerja imponente donde nada existe. Cabello largo, grandes proporciones bien armonizadas; grandes pechos, grandes nalgas, grandes piernas, grandes brazos, grande voz, grande belleza en armonía con la muerte que expele. La belleza es muerte; trae muerte, es muerte.
Cuerpo mal mirado, mal tratado, mal tocado, mal decido, mal seducido, mal satisfecho, se torna violencia, huracán, desierto, moridero, sifón y podredumbre de otros cuerpos. Nada podrá controlar la violencia con la que tragará cuerpos reales, cuerpos imaginados, cuerpos simbolizados; todos irán a ese lugar que está más allá de todo olvido; irán al desecho y al repudio, dónde ni siquiera el estrago los alberga, porque no se puede dar habitación, que aunque lúgubre y mortuoria, cobija, todo aquello que sea residuo.
No hay retoques, no hay arreglos. Es natural; calzones rotos, brasieres deshilachados; calzón mal puesto, brasier, a más de transparente, sucio, ayudan a potencializar la violencia con la que caerá el héroe que por su bocaza, será la próxima de sus víctimas. Sus soldados, (así ha llamado a sus tetas), aunque caídos, se levantan para dar cuenta del invasor. Ni siquiera a las puertas de su vagina abierta podrá acercarse, menos podrá llegar a resbalar en la humedad que empieza si traspasar pudiera al menos un milímetro adentro de aquellos labios bajos, nada inferiores.
Cuerpo lienzo de pintores locos que toman la piel para seducir doncellas, no sabiendo que este cuerpo no ha sabido ni nunca ha querido ser mancillado. El placer es la debilidad para ellos; démosle lo que quieren; ante el cumplimiento del deseo, el deseo acobarda, recula, avergüenza. No hay peor venganza que darle placer a quien así lo codicia y lo arrebata. ¿Quiere placer?, ¡ahí lo tiene! Ahí sabrá lo que es el goce; aquel placer que se torna tormento por su imposible incumplimiento ante lo acariciado. El peor martirio que se le puede otorgar a un cuerpo hambriento y lascivo es el no sufrimiento. Cuerpo nada que ni siquiera la desventura puede sentir. Fin de la historia, ese cuerpo no existió, no existe, qué pase otro. La misma suerte correrá.
Ese cuerpo lo sabe, lo perfecto es imperfecto; lo imperfecto atrae por lo perfecto. Ahora tendrán que soportar su venganza aquellos otros cuerpos que un día le pidieron una perfección donde no existe, que no existe; les enseñará ahora sí, como una lección, que la perfección suya no era tal.
Ese cuerpo sabe matar los cuerpos. Sabe que el cuerpo mujer se mata con el veneno del orgullo y el cuerpo hombre con el cáncer del poder; falos y castraciones dan lo mismo, ambos remiten a la prepotencia de una existencia inexistente. Ese cuerpo sabe que el cuerpo familiar es el primero que se debe destruir, pulverizar, atomizar, des-aparecer, a-parecer, fenecer. El cuerpo del hijo se funde con el cuerpo del padre, el del padre con aquel del abuelo y ya nada queda más que la vergüenza de no haber cumplido con los roles y funciones que delegan a los cuerpos los símbolos en la ausencia misma de cualquier función natural. ¿Y la madre? El cuerpo de la madre fue el primero en ser devorado por su operante inoperancia. Imposible identificación.
Este cuepo brioso, impulsivo, estridente y frenético, pronto descubrió la debilidad que tienen los cuerpos por la imagen; las imágenes puestas como señuelo; la imagen de un cuerpo despreciado, aniquila más que el propio real cuerpo. La luz es su aliada, la luz que trae consigo la oscuridad y en la oscuridad los cuerpos son frágiles, tiernos, bobos; caen cual pollitas encantadas por todo lo que ilumina. La verdad de su cuerpo, la verdad de todos los cuerpos es su sombra; esto es, la nada, la apariencia.
- Matar no produce placer, ¿sabes?, ser matado, destrozado, pulverizado, lacerado, degrado, eso sí que les produce placer.
- ¿Dirá goce?
- No lo sé, no los se distinguir, no he sentido ni lo uno ni lo otro. No siento nada, no me acuerdo haber sentido. Bueno sí. Lo que pasa es que el tiempo, que no tengo, ni lo he tenido, no me permite afirmar nada con respecto a límites.
El cuerpo es la habitación lúgubre y lúgubre es habitar un cuerpo despreciado; por eso es mejor hacer de la habitación un arma de guerra, que aniquile cualquier cuerpo que se precie en su imponencia: Juno y Quirón, Afrodita y Príapo, (otros de héroes y mortales), ya han sido vencidos por el cuerpo despreciado que un acontecer hizo arma aniquiladora de dones imaginados e incapaces de realizarse en su ofrecimiento y postración retadora. El esclavo triunfa; el amo pierde. Siempre ha sido así. El cuerpo sabe, lo sabe.
Una vez los alambres y las cuchillas de acero atravesaron su cuerpo; pero no necesitó de otro cuerpo para que lo atravesará; fue su mano, su propio deseo, quien lo atravesó. Creyó sentir de nuevo, pero pronto se dio cuenta que nunca sintió. Atravesar su cuerpo es fácil; sin embargo, pagarán con desabrimiento el desprecio con el que se le paga a quien hasta allí se atreve. Sacó los garfios que hundió en sus carnes; las cuchillas dejaron de cortar la piel; fue una mala interpretación. No hay placer, no hay goce allí. La luz se acerca, la sombra también, pero tampoco lo logran. No hay placer, no ha goce más que en ser mirado… ad-mirado.
Este cuerpo violento y vilipendiado hace de su propósito una estética de innegable reconocimiento. Lo ha logrado, el espectador ha fijado su mirada en él; pero con la mirada, pulsión escópica, extremidad que opera el placer y el goce, que monitorea el ojo, el espectador, también, entrega su cuerpo para sumar los triunfos de un cuerpo desgarrado, de ese cuerpo arma, que arma una defensa y un ataque de lo que ya nada queda. ¡Un cuerpo!
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lunes, 9 de agosto de 2021
SUERTE LA MÍA, NO VOLVERÉ A TRABAJAR
1 JULIO 2021
De: Winners lotto Millions <winnerlottomillions@gmail.com>
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5 JULIO 2021
DE: Trillonario
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5 JULIO 2021
De: Gloria <info.isaacgeorge@gmail.com>
Estimado amigo, le escribo de buena fe y con la esperanza de que comprenda la importancia de mi correo electrónico. ¿Puedo donarle ($ 12.5MUSD)? ¿Puede utilizarlo sabiamente para lograr el deseo de mi corazón de apoyar a las personas pobres que lo rodean? ? porque he estado recientemente diagnosticado con cáncer y el médico dijo que tengo menos de 6 semanas. Respondeme para más detalles.
Atentamente.
Sra. Gloria
Sra. Gloria
5 JULIO 2021
sábado, 2 de mayo de 2020
EL HUMANISMO ORWELLIANO
Por: Jesús María Dapena Botero
Para Michel Foucault, el humanismo resultaba ser una provocación, como elemento, que prostituye el pensamiento, la moral y la política; para nada, le resulta un ejemplo de virtud, como bien lo señala Caruso en sus Conversaciones con Lévy-Strauss, Foucault y Lacan, publicadas en Anagrama, en 1964 (p. 85).
Para Louis Althusser el marxismo se caracterizaba por ser un antihumanismo teórico.
Orwell mismo, entre 1936 y 1945, enjuiciaba el humanismo por ser un concepto estrictamente teórico.
Pero para José Luis Rodríguez, todo humanismo reivindica la realización efectiva de las posibilidades perdidas del sujeto.
Stricto sensu, no podríamos considerar a George Orwell un filósofo, sino más bien podríamos pensarlo como un crítico de las condiciones de degradación del ser humano, en su contexto sociohistórico, ante lo cual reivindicaría algo más allá de su presente, que es al humanismo al que José Luis Rodríguez se refiere.
La denuncia orwelliana es realista y se agudiza aún más a partir de 1945.
Ya en ¡Venciste, Rosemary!, novela escrita en 1936, anotaba:
Bastarán unas pocas toneladas de trinitroglicerina para mandar nuestra civilización al infierno que le pertenece.
Y esa agresiva crítica se mantiene a lo largo de una década para mostrar cómo los seres humanos se desesperan agobiados por la violencia exterior, inmersos en un universo de miseria y degradación, que de alguna manera habrá que intentar transformar de alguna manera; por ello, con cierta ingenuidad esperanzada en El camino de Wigan Pier le surga la necesidad tan elemental y tan lógica de un socialismo, ante lo cual, le resultara tan extraño, que no se hubiera establecido en su momento.
Ahí, Orwell pensaba en un socialismo positivo, aunque el existente se constituiría en el caldo de cultivo de un mundo como el de 1984, en el que lo social aniquila el poder humano de los sujetos individuales y colectivos, hasta el punto que en su Rebelión en la granja se confundían las miradas de los cerdos y de los seres humanos.
Habría, entonces, que preguntarse por la naturaleza real del humanismo orwelliano, cuando aborda las características definitorias de lo social, productor así mismo de una profunda desolación, como cuando describe a sus conciudadanos como gentes, que se pasean a decenas de millares, arrastrándose como viejos seres, como cuacharachas sucias que van hacia la sepultura, fenómeno al que apunta con mayor agudeza en El camino de Wigan Pier, novela en la cual la relación entre la ciudad y la opresión salta más a la vista, cuando el espacio urbano se constituye en un infierno para sus habitantes, lo que lo lleva a condenar el industrialismo, el cual afecta el orden de la naturaleza y la belleza del mundo, en tanto y en cuanto, la producción industrial genera profundos males al ser humano, al promover una relación degradante, hasta hacerlo vivir en un estercolero, donde las gentes no recuerdan ni siquiera sus apellidos, porque el mal llamado progreso, lo que inventa es otra ciudad, bajo la cual subyace una urbe antigua, oprimida y sepultada por la nueva.
Entonces la verdadera tarea del humanismo sería hacer emerger la auténtica naturaleza moral, asaltada por las ilusorias promesas del imperio de lo maquinal, un grito de denuncia, en el que Orwell, aúna su voz con las de socialistas utópicos como Saint-Simon y Fourier, con las de Carlyle y Tolstoi, sin el tono compasivo de un Charles Dickens.
La denuncia de Orwell no se queda en el lamento de Víctor Hugo frente a los pobres más miserables, sino que delata la pauperización de la clase media, lo que constituye una nueva y original mirada de la decadencia de Occidente, que ahora en estos tiempos neoliberales hemos visto que sucede tanto en América Latina como en la Europa de la periferia; por ello, la propuesta orwelliana es la promoción de una integración entre ambas clases, sin que importen sus orígenes históricos, que parecieran contraponerlas.
El humanismo orwelliano apunta a una reivindicación de la singularidad de los sujetos, en oposición tanto a la uniformación en fascismos y comunismos, de todo tipo de tipo de totalitarismos, al igual que de la democracias capitalistas, responsables de la evolución industrial, al comprender con Geoffrey Gorer, el antropólogo inglés, quien tanto lo admirara por la obra del novelista británico, Los días de Birmania, en el que el fascismo es un desarrollo del capitalismo, en tanto y en cuanto, la más bondadosa de las democracias puede convertirse en fascismo.
Así las cosas, el sueño orwelliano de un humanismo recuperado no podría estar en otro lugar que en la sociedad preindustrial, en un espacio en el que imperen las formas precapitalistas, en medio de un contacto directo con la naturaleza, sin los artificios del maquinismo ni sus consecuencias sobre la ética ciudadana; ahí, estaría la ciudad sumergida, que quizás no se haya perdido del todo, pero de lo que Orwell está seguro es de ese universo que era un mundo agradable para vivir en él, una tierra, quizás, sólo posible para la niñez, mundo habitado recuerdos infantiles, semejante a la naturaleza originaria, que permanece subsumida en el mundo industrial; lo cual implica una conciencia conservadora de la tradición y de la cultura del pasado, de tal forma que se regresase a una ciudad, sin las mediaciones de la máquina, como el campo, al que Winston Smith regresaría con frecuencia a lo largo de 1984.
Es por ello, que Orwell sugiere la urgencia de dar un salto atrás en el tiempo, hacia una geografía social que respete la singularidad, antes que los aprendizajes de la artificialidad y las convenciones morales, impuestas por la sociedad industrial, de tal forma que se reivindica la diferencia, tras las huellas de la sociedad rural de Jean-Jacques Rousseau, de la Grecia de Hölderlin o el cristianismo comunista de Pier Paolo Pasolini, lugares de ensoñación, donde renazca el sujeto diferente, como forma de recuperar cierto paraíso perdido, un pasado extraviado por una naturaleza enmascarada por la mentalidad industrial y así acceder a una plena historicidad dialéctica.
Lo que Orwell denuncia es una deshumanización, como proceso mediante el cual un sujeto individual o colectivo pierden sus características de seres humanos, por la nefasta influencia de sistemas de dominación y de Poder, mediante sistemas autoritarios, como ocurriera en los campos de concentración nazis, en los gulags soviéticos, en las dictaduras suramericanas de Augusto Pinochet y de Jorge Rafael Videla y, más recientemente en prisiones como la de Guatánamo, mantenidas por el gobierno norteamericano, en su lucha contra el terrorismo islámico, como venganza justiciera, tras los desastres del 11 de septiembre, lo cual necesariamente nos remite al concepto de humanismo, para evitar caer en mundos como los de 1984.
Pero, también, Orwell había alcanzado a vislumbrar la deshumanización de la ciencia, a pesar de que pensaba que un científico no puede considerarse tal si no posee una formación humanística y un espíritu crítico frente a los desarrollos de la ciencia misma, como lo planteara en Tribune, en 1945.
En aquel entonces un tal Mr. J. Stewart Cook había escrito una carta a la editorial de esta revista, en la que sugería que para evitar los oprobios de una alta jerarquía científica, todo ciudadano fuera educado, para convertirlo en un conocedor de la ciencia, tanto como impartir este conocimiento fuera posible, así los hombres de ciencia se ocuparían de brindar una buena divulgación y podrían participar de otras actividades del mundo, en general; pero, Orwell no dejo de ver en la sugerencia de Stewart Cook, una ambigüedad en la definición del término ciencia, que no dejaba de resultarle peligrosa, al no discriminar entre la ciencia, que se dedica a lo exacto o aquella que seguía un método para pensar, de tal manera, que, gracias a resultados verificables, llevara a una racionalidad lógica, a partir de los hechos observados, con juicios a posteriori, en el más puro sentido kantiano, que aportasen nuevos entendimientos.
Orwell no idealiza a los científicos puros, encerrados en laboratorios, porque a la hora de la verdad, al enfrentar problemas cotidianos o de verse confrontados con otros campos del saber, son semejantes a cualquier otra persona, por ignorante que ella sea y, como ejemplo de ello, señala la capacidad de resistir al nacional-socialismo, puesto que si bien se decía que la ciencia era universal, los científicos de distintos países, que cerraban filas junto a sus gobiernos, muchas veces de manera inescrupulosa.
La comunidad científica alemana no sólo no se opuso a un monstruo como Hitler sino que además resultó colaboracionista y, sin ellos, la máquina de guerra alemana no hubiera podido articularse.
En cambio, en el campo de la literatura, muchos escritores germanos se exiliaron voluntariamente o fueron perseguidos de la forma más siniestra, muchos de ellos sin ser ni siquiera judíos.
Orwell criticaba, en ese momento, que muchos de los mejores científicos aceptaran, sin cuestionamiento alguno, la sociedad capitalista, aunque muchos otros fueran comunistas, sin criticar en lo más mínimo el estalinismo, lo que permitía sacar la conclusión de que las mejores dotes naturales para el aprendizaje de las ciencias exactas, no garantiza un punto de vista crítico y humanitario, de ahí que muchos científicos fueran en una carrera loca en busca de las bombas atómicas que acabaran, en su día, con Hiroshima y Nagasaki.
Entonces, ¿dónde estaría el beneficio de una educación científica como la que proponía J. Stewart Cook? Orwell pensaba todo lo contrario e imaginaba que la educación científica de las masas traería efectos más deletéreos, si se reducía a la física, la química y la biología y se dejaban de lado el conocimiento de la literatura y de la historia.
Para Orwell, una verdadera educación científica significaba la implantación de esquemas mentales experimentales, racionales y críticos, mediante la adquisición de métodos, para enfrentar cualquier tipo de problemas, como una manera de enfrentarse al mundo y no, meramente, como un corpus teórico, que llevase al desdén de otros campos humanos como la poesía, ya que muchos científicos precisan de una mejor educación, una que amplíe su visión del mundo, para que haya científicos capaces de rehusar investigaciones tan destructivas, como las tendientes a la invención de las bombas atómicas, hombres sensatos que no se metan en los sueños de la razón, capaces de producir monstruos, de la manera que pretendían científicos lunáticos como Víctor Frankenstein.
Para lograrlo, se precisa de seres humanos formados con una cultura general fundamental, capaces de reconocer los hitos históricos de una manera crítica, tanto como de valorar los grandes aportes de las artes y la literatura, más allá del ideal de convertirse en científicos puros.
1984 trae de una manera más o menos explícita como el desastre social está promovido desde el Poder Central, impidiendo el desarrollo del pensamiento, mediante la censura y la manipulación informativa que controla la historiografía, mediante la permanente reescritura de los acontecimientos, la conversión en lo contrario de los palabras, gracias al desarrollo de una neolengua, que desorienta a la sociedad, aniquila su capacidad crítica y acalla cualquier voz que pudiera sonar a disidente, para ocasionar una negación de la Utopía de Santo Tomás Moro y generar más bien una distopía, una antiutopía, para poner una zancadilla al optimismo de la Ilustración y una bofetada al positivismo del siglo XX, para caer en esa trampa mortal del Gran Hermano, un abusador de la tecnología y de los medios de comunicación de masa, que convierte a la colectividad en prisioneros de un panóptico benthamiano.
Para Louis Althusser el marxismo se caracterizaba por ser un antihumanismo teórico.
Orwell mismo, entre 1936 y 1945, enjuiciaba el humanismo por ser un concepto estrictamente teórico.
Pero para José Luis Rodríguez, todo humanismo reivindica la realización efectiva de las posibilidades perdidas del sujeto.
Stricto sensu, no podríamos considerar a George Orwell un filósofo, sino más bien podríamos pensarlo como un crítico de las condiciones de degradación del ser humano, en su contexto sociohistórico, ante lo cual reivindicaría algo más allá de su presente, que es al humanismo al que José Luis Rodríguez se refiere.
La denuncia orwelliana es realista y se agudiza aún más a partir de 1945.
Ya en ¡Venciste, Rosemary!, novela escrita en 1936, anotaba:
Bastarán unas pocas toneladas de trinitroglicerina para mandar nuestra civilización al infierno que le pertenece.
Y esa agresiva crítica se mantiene a lo largo de una década para mostrar cómo los seres humanos se desesperan agobiados por la violencia exterior, inmersos en un universo de miseria y degradación, que de alguna manera habrá que intentar transformar de alguna manera; por ello, con cierta ingenuidad esperanzada en El camino de Wigan Pier le surga la necesidad tan elemental y tan lógica de un socialismo, ante lo cual, le resultara tan extraño, que no se hubiera establecido en su momento.
Ahí, Orwell pensaba en un socialismo positivo, aunque el existente se constituiría en el caldo de cultivo de un mundo como el de 1984, en el que lo social aniquila el poder humano de los sujetos individuales y colectivos, hasta el punto que en su Rebelión en la granja se confundían las miradas de los cerdos y de los seres humanos.
Habría, entonces, que preguntarse por la naturaleza real del humanismo orwelliano, cuando aborda las características definitorias de lo social, productor así mismo de una profunda desolación, como cuando describe a sus conciudadanos como gentes, que se pasean a decenas de millares, arrastrándose como viejos seres, como cuacharachas sucias que van hacia la sepultura, fenómeno al que apunta con mayor agudeza en El camino de Wigan Pier, novela en la cual la relación entre la ciudad y la opresión salta más a la vista, cuando el espacio urbano se constituye en un infierno para sus habitantes, lo que lo lleva a condenar el industrialismo, el cual afecta el orden de la naturaleza y la belleza del mundo, en tanto y en cuanto, la producción industrial genera profundos males al ser humano, al promover una relación degradante, hasta hacerlo vivir en un estercolero, donde las gentes no recuerdan ni siquiera sus apellidos, porque el mal llamado progreso, lo que inventa es otra ciudad, bajo la cual subyace una urbe antigua, oprimida y sepultada por la nueva.
Entonces la verdadera tarea del humanismo sería hacer emerger la auténtica naturaleza moral, asaltada por las ilusorias promesas del imperio de lo maquinal, un grito de denuncia, en el que Orwell, aúna su voz con las de socialistas utópicos como Saint-Simon y Fourier, con las de Carlyle y Tolstoi, sin el tono compasivo de un Charles Dickens.
La denuncia de Orwell no se queda en el lamento de Víctor Hugo frente a los pobres más miserables, sino que delata la pauperización de la clase media, lo que constituye una nueva y original mirada de la decadencia de Occidente, que ahora en estos tiempos neoliberales hemos visto que sucede tanto en América Latina como en la Europa de la periferia; por ello, la propuesta orwelliana es la promoción de una integración entre ambas clases, sin que importen sus orígenes históricos, que parecieran contraponerlas.
El humanismo orwelliano apunta a una reivindicación de la singularidad de los sujetos, en oposición tanto a la uniformación en fascismos y comunismos, de todo tipo de tipo de totalitarismos, al igual que de la democracias capitalistas, responsables de la evolución industrial, al comprender con Geoffrey Gorer, el antropólogo inglés, quien tanto lo admirara por la obra del novelista británico, Los días de Birmania, en el que el fascismo es un desarrollo del capitalismo, en tanto y en cuanto, la más bondadosa de las democracias puede convertirse en fascismo.
Así las cosas, el sueño orwelliano de un humanismo recuperado no podría estar en otro lugar que en la sociedad preindustrial, en un espacio en el que imperen las formas precapitalistas, en medio de un contacto directo con la naturaleza, sin los artificios del maquinismo ni sus consecuencias sobre la ética ciudadana; ahí, estaría la ciudad sumergida, que quizás no se haya perdido del todo, pero de lo que Orwell está seguro es de ese universo que era un mundo agradable para vivir en él, una tierra, quizás, sólo posible para la niñez, mundo habitado recuerdos infantiles, semejante a la naturaleza originaria, que permanece subsumida en el mundo industrial; lo cual implica una conciencia conservadora de la tradición y de la cultura del pasado, de tal forma que se regresase a una ciudad, sin las mediaciones de la máquina, como el campo, al que Winston Smith regresaría con frecuencia a lo largo de 1984.
Es por ello, que Orwell sugiere la urgencia de dar un salto atrás en el tiempo, hacia una geografía social que respete la singularidad, antes que los aprendizajes de la artificialidad y las convenciones morales, impuestas por la sociedad industrial, de tal forma que se reivindica la diferencia, tras las huellas de la sociedad rural de Jean-Jacques Rousseau, de la Grecia de Hölderlin o el cristianismo comunista de Pier Paolo Pasolini, lugares de ensoñación, donde renazca el sujeto diferente, como forma de recuperar cierto paraíso perdido, un pasado extraviado por una naturaleza enmascarada por la mentalidad industrial y así acceder a una plena historicidad dialéctica.
Lo que Orwell denuncia es una deshumanización, como proceso mediante el cual un sujeto individual o colectivo pierden sus características de seres humanos, por la nefasta influencia de sistemas de dominación y de Poder, mediante sistemas autoritarios, como ocurriera en los campos de concentración nazis, en los gulags soviéticos, en las dictaduras suramericanas de Augusto Pinochet y de Jorge Rafael Videla y, más recientemente en prisiones como la de Guatánamo, mantenidas por el gobierno norteamericano, en su lucha contra el terrorismo islámico, como venganza justiciera, tras los desastres del 11 de septiembre, lo cual necesariamente nos remite al concepto de humanismo, para evitar caer en mundos como los de 1984.
Pero, también, Orwell había alcanzado a vislumbrar la deshumanización de la ciencia, a pesar de que pensaba que un científico no puede considerarse tal si no posee una formación humanística y un espíritu crítico frente a los desarrollos de la ciencia misma, como lo planteara en Tribune, en 1945.
En aquel entonces un tal Mr. J. Stewart Cook había escrito una carta a la editorial de esta revista, en la que sugería que para evitar los oprobios de una alta jerarquía científica, todo ciudadano fuera educado, para convertirlo en un conocedor de la ciencia, tanto como impartir este conocimiento fuera posible, así los hombres de ciencia se ocuparían de brindar una buena divulgación y podrían participar de otras actividades del mundo, en general; pero, Orwell no dejo de ver en la sugerencia de Stewart Cook, una ambigüedad en la definición del término ciencia, que no dejaba de resultarle peligrosa, al no discriminar entre la ciencia, que se dedica a lo exacto o aquella que seguía un método para pensar, de tal manera, que, gracias a resultados verificables, llevara a una racionalidad lógica, a partir de los hechos observados, con juicios a posteriori, en el más puro sentido kantiano, que aportasen nuevos entendimientos.
Orwell no idealiza a los científicos puros, encerrados en laboratorios, porque a la hora de la verdad, al enfrentar problemas cotidianos o de verse confrontados con otros campos del saber, son semejantes a cualquier otra persona, por ignorante que ella sea y, como ejemplo de ello, señala la capacidad de resistir al nacional-socialismo, puesto que si bien se decía que la ciencia era universal, los científicos de distintos países, que cerraban filas junto a sus gobiernos, muchas veces de manera inescrupulosa.
La comunidad científica alemana no sólo no se opuso a un monstruo como Hitler sino que además resultó colaboracionista y, sin ellos, la máquina de guerra alemana no hubiera podido articularse.
En cambio, en el campo de la literatura, muchos escritores germanos se exiliaron voluntariamente o fueron perseguidos de la forma más siniestra, muchos de ellos sin ser ni siquiera judíos.
Orwell criticaba, en ese momento, que muchos de los mejores científicos aceptaran, sin cuestionamiento alguno, la sociedad capitalista, aunque muchos otros fueran comunistas, sin criticar en lo más mínimo el estalinismo, lo que permitía sacar la conclusión de que las mejores dotes naturales para el aprendizaje de las ciencias exactas, no garantiza un punto de vista crítico y humanitario, de ahí que muchos científicos fueran en una carrera loca en busca de las bombas atómicas que acabaran, en su día, con Hiroshima y Nagasaki.
Entonces, ¿dónde estaría el beneficio de una educación científica como la que proponía J. Stewart Cook? Orwell pensaba todo lo contrario e imaginaba que la educación científica de las masas traería efectos más deletéreos, si se reducía a la física, la química y la biología y se dejaban de lado el conocimiento de la literatura y de la historia.
Para Orwell, una verdadera educación científica significaba la implantación de esquemas mentales experimentales, racionales y críticos, mediante la adquisición de métodos, para enfrentar cualquier tipo de problemas, como una manera de enfrentarse al mundo y no, meramente, como un corpus teórico, que llevase al desdén de otros campos humanos como la poesía, ya que muchos científicos precisan de una mejor educación, una que amplíe su visión del mundo, para que haya científicos capaces de rehusar investigaciones tan destructivas, como las tendientes a la invención de las bombas atómicas, hombres sensatos que no se metan en los sueños de la razón, capaces de producir monstruos, de la manera que pretendían científicos lunáticos como Víctor Frankenstein.
Para lograrlo, se precisa de seres humanos formados con una cultura general fundamental, capaces de reconocer los hitos históricos de una manera crítica, tanto como de valorar los grandes aportes de las artes y la literatura, más allá del ideal de convertirse en científicos puros.
1984 trae de una manera más o menos explícita como el desastre social está promovido desde el Poder Central, impidiendo el desarrollo del pensamiento, mediante la censura y la manipulación informativa que controla la historiografía, mediante la permanente reescritura de los acontecimientos, la conversión en lo contrario de los palabras, gracias al desarrollo de una neolengua, que desorienta a la sociedad, aniquila su capacidad crítica y acalla cualquier voz que pudiera sonar a disidente, para ocasionar una negación de la Utopía de Santo Tomás Moro y generar más bien una distopía, una antiutopía, para poner una zancadilla al optimismo de la Ilustración y una bofetada al positivismo del siglo XX, para caer en esa trampa mortal del Gran Hermano, un abusador de la tecnología y de los medios de comunicación de masa, que convierte a la colectividad en prisioneros de un panóptico benthamiano.
Vigo, 8 de julio 2012
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