Por: Inmanuel Kant
Explíquese [a un niño de diez años de edad], la historia de un hombre honrado a quien se invita a secundar a los calumniadores de una persona inocente, aunque de posición modesta. Se le ofrecen ganancias, es decir, grandes regalos o una elevada distinción, pero los rechaza. Esto provocará solamente aplauso y aprobación en el alma del oyente, porque es ganancia. Pero ahora empiezan a amenazarlo con pérdidas. Entre esos calumniadores están sus mejores amigos, que ahora le niegan su amistad, próximos parientes que amenazan con desheredarlo, personajes poderosos que pueden perseguirlo y ofenderlo en cualquier lugar y estado, y un príncipe que lo amenaza con la pérdida de la libertad y aun de la vida. Pero, para colmar la medida del sufrimiento, para hacerle sentir también el dolor que sólo puede sentir íntimamente el corazón moralmente bueno, imagínese que su familia, amenazada con la más extrema miseria y aflicción, le suplica que ceda, y a él mismo, que aun siendo honrado, no está dotado de órganos rígidos, insensibles para la compasión como propia aflicción, en un momento en que desea no haber vivido jamás el día que lo expuso a tan indecible dolor, y, no obstante, se mantiene fiel a su propósito de honradez, sin vacilar o siquiera sin dudar: mi joven auditor se sentirá progresivamente elevado de la mera aprobación a la admiración y de ésta al asombro y, por último, a la máxima veneración y a un vivo deseo de poder ser él un hombre así; y, no obstante, la virtud en este caso sólo vale porque cuesta tanto, no porque produzca algo. Toda la admiración y aun aspiración a ser semejante a ese carácter, se funda totalmente en este caso en la pureza del principio moral que sólo puede representarse de modo que salte a la vista apartando de los móviles de la acción todo cuanto los hombres pueden incluir en la felicidad. Por lo tanto, cuanto más pura se represente la moralidad, tanto más fuerza debe tener sobre el corazón humano. De donde se sigue, pues, que para que la ley de las costumbres y la imagen de la santidad y virtud ejerzan algún influjo en nuestra alma, sólo pueden ejercerla recomendándola como móvil puro, desprendido de consideraciones sobre el bienestar propio, porque es en el sufrimiento donde más sublime se muestra. Pero aquello cuya eliminación fortalece el efecto de una fuerza motora, debió ser un obstáculo. Por consiguiente, toda mezcolanza de móviles que provengan de la felicidad propia, es un obstáculo para proporcionar a la ley moral influencia sobre el corazón del hombre. Yo sostengo, además, que aun en esa admirada acción, si el motivo que hizo que se realizara, era la elevada estima del deber propio, ese respeto por la ley, no una pretensión a la opinión íntima de grandeza de alma y modo de pensar noble y meritoria, es entonces lo que tiene la máxima fuerza sobre el ánimo del espectador y, por consiguiente, el deber y no el mérito es lo que debe tener sobre el ánimo, no sólo la influencia más determinante, sino, mirándolo a la debida luz de su inviolabilidad, la influencia más penetrante.
Referencia: Kant Inmanuel. Crítica de la razón pura práctica. Losada. Buenos Aires. 2007. Págs. 227-229.