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jueves, 24 de junio de 2010

FUNCION Y CAMPO DE LA PALABRA Y EL LENGUAJE EN PSICOANALISIS

Función y campo de la palabra y del lenguaje en psicoanálisis

Jacques Lacan

1955

Prefacio


En particular, no habrá que olvidar que la separación en embriología, anatomía, fisiología, psicología, sociología, clínica, no existe en la naturaleza y que no hay más que una disciplina: la neurobiología a la que la observación nos obliga a añadir el epíteto humana en lo que nos concierne.

Cita escogida para exergo de un Instituto de Psicoanálisis en l952.


El discurso que se encontrará aquí merece ser introducido por sus circunstancias. Porque lleva sus marcas.

El tema fue propuesto al autor para constituir el informe teórico usual, en la reunión anual que la sociedad que representaba entonces al psicoanálisis en Francia proseguía desde hacía años en una tradición que se había vuelto venerable bajo el título de "Congreso de los Psicoanalistas de Lengua Francesa", extendido desde hace dos años a los psicoanalistas de lengua romance (y en el que se comprendía a Holanda por una tolerancia de lenguaje). Ese Congreso debía tener lugar en Roma en el mes de septiembre de l953.

En el intervalo, ciertas disensiones graves acarrearon en el grupo francés una secesión. Se habían revelado con ocasión de Ia fundación de un "instituto de psicoanálisis". Se pudo escuchar entonces al equipo que había logrado imponer sus estatutos y su programa proclamar que impediría hablar en Roma a aquel que junto con otros había intentado introducir una concepción diferente, y utilizó con ese fin todos los medios que estaban en su poder.

No pareció sin embargo a aquellos que desde entonces habían fundado la nueva Sociedad Francesa de Psicoanálisis que debiesen privar de la manifestación anunciada a la mayoría de estudiantes que se adherían a su enseñanza, ni siquiera que debiesen renunciar al lugar eminente donde había sido proyectada.

Las simpatías generosas que vinieron en su ayuda del grupo italiano no los colocaban en situación de huéspedes inoportunos en la Ciudad universal.

En cuanto al autor de este discurso, pensaba estar asistido, por muy desigual que hubiese de mostrarse ante la tarea de hablar de la palabra, por alguna connivencia inscrita en aquel lugar mismo.

Recordaba en efecto que, mucho antes de que se revelase allí la gloria de la más alta cátedra del mundo, Aulio Gelio, en sus Noches áticas, daba al lugar llamado Mons Vaticanus la etimología de vagire, que designa los primeros balbuceos de la palabra.

Si pues su discurso no hubiese de ser cosa mejor que un vagido, por lo menos tomaría de ello el auspicio de renovar en su disciplina los fundamentos que ésta toma en el lenguaje.

Esta renovación tomaba asimismo de la historia demasiado sentido para que él por su parte no rompiese con el estilo tradicional que sitúa el "informe" entre la compilación y la síntesis, para darle el estilo irónico de una puesta en tela de juicio de los fundamentos de esa disciplina.

Puesto que sus oyentes eran esos estudiantes que esperan de nosotros la palabra, fue sobre todo pensando en ellos como fomentó su discurso, y para renunciar en su honor a las reglas que se observan entre augures de remedar el rigor con la minucia y confundir regla y certidumbre.

En el conflicto en efecto que los habría llevado a la presente situación, se habían dado pruebas en cuanto a su autonomía de temas de un desconocimiento tan exorbitante, que la exigencia primera correspondía por ello a una reacción contra el tono permanente que había permitido semejante exceso.

Es que más allá de las circunstancias locales que habían motivado este conflicto, había salido a luz un vicio que las rebasaba con mucho. Ya el solo hecho de que se haya podido pretender regular de manera tan autoritaria la formación del psicoanalista planteaba la cuestión de saber si los modos establecidos de esta formación no desembocaban en el fin paradójico de una minorización perpetuada.

Ciertamente, las formas iniciáticas y poderosamente organizadas en las que Freud vio la garantía de la transmisión de su doctrina se justifican en la posición de una disciplina que no puede sobrevivirse sino manteniéndose en el nivel de una experiencia integral.

Pero ¿no han llevado a un formalismo decepcionante que desalienta la iniciativa penalizando el riesgo, y que hace del reino de la opinión de los doctos el principio de una prudencia dócil donde la autenticidad de la investigación se embota antes de agotarse?

La extrema complejidad de las nociones puestas en juego en nuestro dominio hace que en ningún otro sitio corra un espíritu, por exponer su juicio, mas totalmente el riesgo de descubrir su medida.

Pero esto debería arrastrar la consecuencia de hacer nuestro propósito primero, si no es que único, de la liberación de las tesis por la elucidación de los principios.

La selección severa que se impone, en efecto, no podría ser remitida a los aplazamientos indefinidos de una coopción quisquillosa, sino a la fecundidad de la producción concreta y a la prueba dialéctica de sostenimientos contradictorios.

Esto no implica de nuestra parte ninguna valorización de Ia divergencia. Muy al contrario, no sin sorpresa hemos podido escuchar en el Congreso Internacional de Londres, al que, por no haber cumplido las formas, veníamos como demandantes, a una personalidad bien intencionada para con nosotros deplorar que no pudiésemos justificar nuestra secesión por algún desacuerdo doctrinal. ¿Quiere esto decir que una asociación que quiere ser internacional tiene otro fin sino el de mantener el principio de la comunidad de nuestra experiencia?

Sin duda es el secreto de Polichinela que hace un buen rato que ya no hay tal, y fue sin ningún escándalo como al impenetrable señor Zilboorg que, poniendo aparte nuestro caso, insistía en que ninguna secesión fuese admitida sino a título de debate científico, el penetrante señor Wälder pudo replicar que de confrontar los principios en que cada uno de nosotros cree fundar su experiencia, nuestros muros se disolverían bien pronto en la confusión de Babel.

Creemos por nuestra parte que, si innovamos, no está en nuestros gustos hacer de ello un mérito.

En una disciplina que no debe su valor científico sino a los conceptos teóricos que Freud forjó en el progreso de su experiencia, pero que, por estar todavía mal criticados y conservar por lo tanto la ambigüedad de la lengua vulgar, se aprovechan de esas resonancias no sin incurrir en malentendidos, nos parecería prematuro romper la tradición de su terminología.

Pero me parece que esos términos no pueden sino esclarecerse con que se establezca su equivalencia en el lenguaje actual de la antropología, incluso en los últimos problemas de la filosofía, donde a menudo el psicoanálisis no tiene sino que recobrar lo que es suyo.

Urgente en todo caso nos parece la tarea de desbrozar en nociones que se amortiguan en un uso de rutina el sentido que recobran tanto por un retorno a su historia como por una reflexión sobre sus fundamentos subjetivos.

Esta es sin duda la función del docente, de donde todas las otras dependen, y es en ella donde mejor se inscribe el precio de la experiencia.

Descuídesela y se obliterará el sentido de una acción que no recibe sus efectos sino del sentido, y las reglas técnicas, de reducirse a recetas, quitan a la experiencia todo alcance de conocimiento e incluso todo criterio de realidad.

Pues nadie es menos exigente que un psicoanalista sobre lo que puede dar su estatuto a una acción que no está lejos de considerar el mismo como mágica, a falta de saber situarla en una concepción de su campo que no se le ocurre hacer concordar con su práctica.

El exergo cuyo adorno hemos transportado a este prefacio es un ejemplo de ello bastante lindo.

Por eso también, ¿está acaso de acuerdo con una concepción de la formación analítica que sería la de una escuela de conductores que, no contenta con aspirar al privilegio singular de extender la licencia de conductor, imaginarse estar en situación de controlar la construcción automovilística?

Esta comparación valdrá lo que valga, pero sin duda vale tanto como las que corren en nuestras asambleas más graves y que a pesar de haberse originado en nuestro discurso a los idiotas, ni siquiera tienen el sabor de los camelos de iniciados, pero no por eso parecen recibir menos un valor de uso de su carácter de pomposa inepcia

La cosa empieza en la comparación de todos conocida del candidato que se deja arrastrar prematuramente a la práctica con el cirujano que operaría sin asepsia, y llega hasta la que incita a llorar por esos desdichados estudiantes desgarrados por el conflicto de sus maestros como niños por el divorcio de sus padres.

Sin duda, ésta, la última en nacimiento, nos parece inspirarse en el respeto debido a los que han sufrido en efecto lo que llamaremos, moderando nuestro pensamiento, una presión en la enseñanza que los ha sometido a una dura prueba, pero puede uno preguntarse también, escuchando su trémolo en la boca de los maestros, si los Iímites del infantilismo no habrán sido sin previo aviso retrotraídos hasta la tontería.

Las verdades que estas frases hechas recubren merecerían sin embargo que se las sometiese a un examen más serio.

Método de verdad y de desmistificación de los camuflajes subjetivos, ¿manifestaría el psicoanálisis una ambición desmedida de aplicar sus principios a su propia corporación, o sea a la concepción que se forjan los psicoanalistas de su papel ante el enfermo, de su lugar en la sociedad de los espíritus, de sus relaciones con sus pares y de su misión de enseñanza?

Acaso por volver a abrir algunas ventanas a la plena luz del pensamiento de Freud, esta exposición aliviará en algunos la angustia que engendra una acción simbólica cuando se pierde en su propia opacidad.

Sea como sea, al evocar las circunstancias de este discurso no pensamos en absoluto en excusar sus insuficiencias demasiado evidentes por el apresuramiento que de ellas recibió, puesto que es por el mismo apresuramiento por el que toma su sentido con su forma.

A más de que hemos demostrado, en un sofisma ejemplar del tiempo intersubjetivo, la función del apresuramiento en la precipitación lógica donde la verdad encuentra su condición irrebasable.

Nada creado que no aparezca en la urgencia, nada en la urgencia que no engendre su rebasamiento en la palabra.

Pero nada también que no se haga en ella contingente cuando viene su momento para el hombre, donde puede identificar en una sola razón el partido que escoge y el desorden que denuncia, para comprender su coherencia en lo real y adelantarse por su certidumbre respecto de la acción que los pone en equilibrio.

sábado, 12 de junio de 2010

CONFESION DE PARTE

CONFESION DE PARTE*

Alfredo Molano**

(Revista Análisis Político)


Se me ha pedido presentar un ensayo sobre el método de las ciencias sociales y la realidad colombiana. Debo confesar de entrada que semejante tema me es inasible y me parece arrogante pretender sentar tesis en una materia tan debatida y altisonante.

He consultado con el doctor Guillermo Hoyos la posibilidad de abordar la cuestión desde un ángulo muy personal: mi propia evolución. Quisiera explorar las formas como yo he interpretado el mundo que me fue dado vivir. Con esto no quiero ejemplificar ni quiero generalizar sino alinderar.

Hablar en plural o en infinitivo es en el fondo semejante, porque de todas maneras se habla de la persona pero se le adjudica un valor universal, abstracto.

Tengo una razón adicional, yo he profundizado una opción metológica en ciencias sociales: la historia de vida. Quisiera intentar, con la venia de ustedes, hacer un trazo simple de la historia personal de mis formas de explicación social.

Cuando salí del bachillerato, en el año 1962, tuve que enfrentarme a la dramática decisión de por dónde coger. En la vida hay muy pocos momentos de decisión verdadera. Este es uno de ellos. Uno debe escoger, de verdad, un camino en una circunstancia muy desventajosa, porque precisamente en ese momento uno no sabe dónde está parado. Yo tenía una sola cosa clara: no podía estudiar algo que tuviera que ver con las matemáticas.

Había sido un pésimo estudiante de aritmética y de álgebra. Me irritaba el pensamiento abstracto y formal. O mejor, para salirme de este problema diré que no tenía bases y como nunca las adquirí siempre quedé cojo de este lado.

Eran pues las ciencias sociales mi vocación. Yo pertenezco a una familia de abogados y las presiones de mi casa iban dirigidas en este sentido. Pero a mí no me convencían los claustros señoriales, los códigos y las reverencias. Era profundamente antirreligioso hasta en eso. Pero haciendo de tripas corazón me dejé inscribir en la Facultad de Derecho.

En secreto -casi clandestinamente-lo hice por mi lado en la Facultad de Sociología de la Universidad Nacional. En el bachillerato tuve como profesor de filosofía a un jacobino radical, quien era también un santandereano liberal. Influyó mucho en mi decisión. Un día fui a la Universidad Nacional a ver el resultado de los exámenes de admisión; había pasado y no hubo más que hablar. Yo sabía más o menos qué era ser abogado, los había visto y sobre todo oído. No tenía ni idea qué era ser sociólogo, ni de qué se trataba lo que había escogido. Todavía no sé. Hay que reconocer que, por lo menos, lo social es esquivo. De todas maneras fue una decisión que me hizo sentir libre.

Sociología era en aquella época la locura de Camilo Torres y el optimismo de Orlando Fals. Había profesores muy serios y seguros como Juan Fride y Tomás Ducay, y un volcán llama do Eduardo Umaña Luna. Camilo no cumplía, nunca iba a clase. Tenía mil compromisos. Influía sobre nosotros por medio de sus amigos que eran todos, la facultad entera. Había logrado crear un ambiente suelto, alegre y sobre todo en franca rebelión contra el formalismo y el academicismo.

Poco a poco esa rebeldía se fue tornando política. La sociología era, valga decirlo, la panacea para todo mal. El mundo estaba como estaba porque no conocía las leyes de la sociedad. Creíamos firmemente que estudiarlas equivalía a resolver los problemas del país. Nos abalanzamos, con una febrilidad que no volvió a repetirse, sobre los textos científicos que en ese momento eran los que Fals había estudiado en la Universidad de Florida y Camilo en Lovaina. A decir verdad, si se exceptúa a Wright MilIs, no eran muy profundos.

Los profesores, llamémoslos humanistas, fueron más importantes en nuestra formación intelectual: el doctor Chucho Arango nos puso en contacto con la historia de Colombia, Darío Mesa con la filosofía y Umaña Luna abrió frente a nosotros, por primera vez, la Constitución de Colombia.

Pero yo diría que más que las materias mismas lo que nos cambió fue el espíritu de rebeldía Permanente que vivíamos en la Facultad de Sociología durante aquellos años. La muerte de Camilo Torres en la guerrilla definió el futuro de muchos y nos empujó al carruaje de la revolución.

Durante muchos años estuvimos fascinados por ese misterio tan seductor como evasivo. Nos dimos a la tarea de transformar el mundo para conocerlo. Nos incomodaba lo que habíamos heredado.

En mi caso personal, la revolución eran los amigos y la búsqueda de un puesto en el universo. La sociología comenzó a ser revaluada ante mis ojos por toda la liturgia incendiaria de la izquierda.

Había algo de retaliatorio en todos nosotros contra un sujeto anacrónico que llamábamos Estado y que tenía la culpa de todo. Creo que la muerte de Camilo tuvo el efecto de hacerlos víctimas. Pero este mismo efecto comenzó a servir para señalamos como subvertores. En realidad no era cierto, pero el estigma comenzó a tejernos una cárcel de donde creo no hemos podido del todo evadimos; La Facultad de Sociología me dejó más, para ser justos.

Reivindico de ella la puerta que me abrió hacia los barrios populares y las veredas rurales. El contacto que hice con el país en aquellas experiencias fue definitivo. Allí comencé a mirar por un rendija el país real que hoy vivimos. Era el final de la violencia de los años cincuenta, la emigración de los campesinos a las ciudades, la formación de los barrios de invasión. El país comenzaba a temblar. A la postre, no tuvo razón ni el reformismo del doc tor Lleras Restrepo ni la revolución del Che. En política no salimos adelante, pero tanto la ilusión liberal como la ilusión socialista hicieron la época y nos hicieron a todos nosotros.

La realidad misma inflamaba aquel lenguaje. Si bien no logramos ni reformar ni revolucionar el país, lo conocimos en el intento, lo que pone en duda, dicho sea de paso, la pertenencia del conocimiento como condición para la acción.

Pero no volvamos atrás. Quizás la realidad no sea para conocerla ni cambiarla sino para vivirla.

Hice muchas cosas cuando salí de la universidad: trabajé en el Incora, fui profesor en la Universidad de Antioquia, estudié con Estanislao Zuleta y viajé por Europa. Una década que hoy veo más importante como formación intelectual que la anterior, que había sido -como queda claro- de formación emocional.

Fue una etapa volcada sobre los libros. La militancia de los días de la Facultad me había mostrado el dogmatismo de la izquierda y toda su ampulosa rigidez. Andaba malherido y cabizbajo. Los partidos de izquierda se me aparecían como iglesias cerradas en las que el despotismo suprimía la disidencia y la libertad de errar. Los libros permitían calmar mi conciencia sin abandonar mis principios. Pero no fue sólo la militancia la que me llevó al escepticismo. Fue también la observación de la vida cotidiana de la gente. No sólo sus hechos sino sus afanes diarios, sus afectos, su bajezas. Todo eso me quemaba. Las doctrinas de las organizaciones daban sólo cuenta formal de la realidad de una vida que se podía palpar desde cualquier esquina. De todas maneras la hora fue de letras.

La persona que más influyó en ese período fue Estanislao Zuleta. Todavía hoy me cuesta confesarlo.

El era un seductor que engullía como un remolino- todo lo que se le acercaba. Si uno se salvaba era un sobreviviente. Zuleta me enseñó ante todo a leer. Era un gran lector, pero más que eso era un astuto lector. Leía lo que no estaba en el texto sino debajo y encima. No hacía lecturas literales sino de sentido y ese sentido era la crítica. Zuleta criticaba todo. Sometía cada palabra, cada frase, cada libro a un análisis riguroso y despiadado. Hoy recuerdo esa tarea con melancolía.

Leímos El capital de pasta a pasta. Pocos, lo sé, pueden decir eso. No una vez, muchas. Vivíamos leyéndolo porque El capital no es una obra económica, sino también política, sociológica, histórica y claro está, bien leída, literaria. Por esta vía Zuleta nos acercó a un Marx más humano con errores y con contradicciones- y más humanista. El capital era para él una totalidad, cuya validez era básicamente metodológica; un argumento contra el dogmatismo, contra todo el dogmatismo.

Por esa puerta entramos a un mundo maravilloso y peligroso: el psicoanálisis, la filosofía, la literatura, la pintura, la música. Digo peligroso porque Zuleta era un hombre apasionado.

Huyéndole a Zuleta paré en Francia. Me urgía un refugio donde pudiera leer sin compulsión, donde no tuviera la tentación de la acción política y donde no tuviera que trabajar para ganarme la vida. Una beca me dio la oportunidad de vivir a Colombia desde un contexto mundial. Relativizar al país fue una gran ayuda porque desde Europa cobró para mí mayor importancia y personalidad. Ese clima de seguridad que me ofrecía París, ensayos para la universidad y textos para mí.

Zuleta me había enseñado a pensar cada palabra. La escritura me había confirmado esa tesis. Escribir es sopesar. Escribí lo que podía escribir: trabajos teóricos. Recuerdo uno con mucho cariño porque me costó mucho esfuerzo hacerlo: "Anotaciones acerca del papel de la política en la investigación social".

En esos días Orlando Fals Borda me había invitado a hacer una ponencia sobre investigación-acción, un tema que él dominaba y promovía. En buena hora, porque de allí salieron trabajos muy importantes tanto políticos como académicos. Orlando comenzó a forzar la contradicción entre teoría y práctica, lo que equivalía a oxigenar la primera y enriquecer la segunda investigación-acción quería ser, y lo fue en gran medida, una crítica al dogmatismo y una crítica al pragmatismo. Hasta ahí yo estaba completamente de acuerdo con Fals. Pero esa unidad teoría-práctica no podía avanzar sola sin más ni más, apoyándose -como se argüía- una sobre la otra. Yo pensaba, o mejor, intuía, que detrás de todo avance científico, de todo en ciencias sociales -y quizás en toda disciplina, había una motivación política. Me metí en ese berenjenal y para acabar de complicar el cuadro tomé como ejemplo a Marx, ni más ni menos, es decir, vida, obra y comentarios.

La tesis era la siguiente: el aporte más importante de Marx no era la teoría del valor, puesto que era un desarrollo de la escuela clásica; era la teoría de la plusvalía, es decir, la explicación -llamémosla así, científica de la explotación en la sociedad capitalista.

Ahora bien, agregaba yo, ese descubrimiento tenía como premisa una posición política crítica frente a la sociedad capitalista, posición que era más una postura, una actitud. Esa perspectiva iluminó el descubrimiento y la elaboración del concepto.

El rompimiento epistemológico tenía una premisa política, crítica. Hasta ahí llegué. La tesis fue muy debatida en el simposio que Orlando Fals Borda organizó en Cartagena. Mi discurso era pesado, pero me dio la oportunidad de leer con un objetivo y de ….

Hay personas que requieren de una condición epistemológica especial: la coacción. Para mí ese trabajo cancelaba de alguna manera el problema de la teoría y de la práctica.

La política, es decir la lucha por el poder, era la clave del conocimiento. Pretensiosa o no, era mi conclusión y durante un tiempo me sentí orgulloso de ella.

A pesar de todo, no progresé mucho en la academia francesa. Asistí a los cursos. Gocé a Pierre Vilar y me sedujo Bethelheim, pero no hubo en los dos años de trabajo un hecho memorable. Observé con cierta irritación la manera como los profesores hacían sus trabajos con base en los que los estudiantes les presentábamos. Había algo utilitarista que fastidiaba, pero muy poco que alegar porque estaban en su derecho.

De regreso al país, Guillermo Hoyos me invitó a un simposio sobre epistemología y política. Desempolvé el trabajo presentado en Cartagena. Confieso que la ponencia fue un recalentado, una nueva versión de lo que ya había escrito. Pero al final, sin entender cómo, agregué que quizás en el fondo la cuestión del conocimiento no era una cosa política sino ética, y -agregaba con recelo- estética.

Fue una frase. Pero una frase que le puso punto final a mi búsqueda teórica como un ejercicio meramente intelectual. Mi descubrimiento no fue muy original pero fue muy oportuno, porque desde ese día dejé de entender la revolución como militancia.

Es posible que ese día haya viajado al Llano a comenzar mi tesis de grado para los franceses.

Quería hacer, en concordancia con mi formación recién estrenada, un trabajo sobre la renta de la tierra en el arroz. El trabajo de campo, la relación con los campesinos, con los empresarios, con los camioneros, con las autoridades, es decir, con el país, me produjo una gran sorpresa: no cabía en el talego que yo había traído. Lo que echaba se salía por las rendijas. Resolví tirar el talego y trabajar con la gente. De la tesis, todo era inservible: el tema, la metodología, las técnicas, los conceptos. La gente real que habíamos entrevistado, o mejor con quien nos tocó conversar y oír, andaba de rebusque. Nada tenía de parecido con los obreros ingleses, ni con los Campesinos franceses, ni con los alemanes. Era otro cuento: gente nacida de la violencia, luchando contra la selva, huyendo del comerciante, que sin embargo sabía reír y gozar. No era fácil meterlos en un cuerpo conceptual, para fortuna de todos.

No obstante, el verdadero problema se me vino a presentar en el escritorio. Trabajaba en el Cinep. Resulta -lo he contado otras veces que los colonos de la región del río Pato, en el Huila, habían sido bombardeados por el ejército y en respuesta habían resuelto organizar una marcha desde sus tierras hasta Neiva. El Cinep nos envió a Alejandro Reyes y a mí, a ver qué hacíamos. Sin mucho interés por parte del patrón, pero bueno, pensaría, por lo menos nos los quitamos de encima unas horas. Total, llegamos al estadio de Neiva donde estaban concentrados los colonos. Prendimos las grabadoras y registramos varios testimonios. Nos impresionaron mucho porque estábamos frente a una acción de las autoridades no sólo criminal sino estúpida. Eran testimonios simples que se sentían temblar bajo las bombas.

De vuelta a Bogotá el problema era sacarles la esencia para traducirla a un lenguaje intelectual. ¿Se podría pensar en una tarea más arbitraria y arrogante? ¿Por qué no hablarle a la inteligencia con el mismo lenguaje de los colonos? ¿Acaso no nos habían impresionado a nosotros, dos intelectuales? ¿No eran testimonios suficientemente fuertes y dicientes como para pensar en adocenarlos? ¿No eran reales? En fin, el cuestionamiento fue fuerte.

Alejandro fue importantísimo en ese instante. De allí salió el primer relato que escribí, hilvanando testimonios e inspirado en uno que me sirvió como eje: el de una mujer excepcional por su sinceridad. Fue ella quien me enredó y obligó a hablar su lenguaje.

Salí de ese texto con la certeza de que por ahí era la cosa. Me desembaracé de los papeles de tesis, limpié el escritorio y escribí de chorro "Valentín Montenegro", un relato que recogía la historia que los colonos me habían contado sobre la fundación del Ariari. El ejercicio de escribir se me hizo de golpe agradable e intenso. Faltaba saber todavía si era útil. Poco a poco esta condición fue haciéndose clara: la gente llana entendía lo que yo escribía. Para ella leerse, adquirir una vida textual, era una experiencia extraña. Entendí que los relatos podían servir de espejo para que la gente se reconociera y sobre todo para que se interesara por ella misma.

Esa era la prueba de pertinencia que yo buscaba. Comprendí que la aceptación de los textos, mi aspiración más secreta, me satisfacía, no porque me justificaran sino porque por ahí el conocimiento encontraba objeto; cumplía con su razón de ser. Oír a la gente reírse de sí misma, discutir sus propios testimonios, volver a sufrir sus dolores, interrogarse, aceptarse, era el sentido vital que uno podía reclamarle al conocimiento. Ya no era la curiosidad de oírlos y de gozar su lenguaje y sus maneras particulares de entender el mundo, ahora era la gratísima sensación de que lo que uno había hecho era hospedado. El conocimiento es una especie de hijo pródigo que sólo encuentra suspiro cuando regresa a su fuente.

Mis amigos los intelectuales cumplieron sin embargo su papel. Sea la hora de reconocerlo. Primero con timidez y luego con desconfianza se acercaron a los personajes que salían de los relatos; los miraban con extrañeza como cuando se mira un lisiado, pero poco a poco fueron atenuándose las aristas, la sorpresa se transformó en saludo y al final en bienvenida. Este fue un segundo reconocimiento.

Me dio seguridad en lo que estaba haciendo y quería seguir haciendo. Recuerdo a William Ramírez Tobón el día que leyó a Sofía Espinosa, la heroína de Bombardeos del Pato. Me preguntó un tanto ansioso: "¿Cómo lo hizo?". Luego me alentó: "hermano, no suelte esa cuerda". y seguí, seguí jalando de esa cuerda. En dos meses escribí Los años del tropel con el material que había recogido para hacer un ensayo sobre la violencia como forma de participación social. Que la explicación -dije-la den los protagonistas, ¿por qué tengo yo que darla? En cinco semanas nació la criatura, eso sí, como diría Marx: "Chorreando sangre y lt-do por todas partes".

El camino se abría claro. Vinieron otros textos casi de una sola sentada: Selva adentro, Siguiendo el corte y Aguas arriba. Son relatos que recogen la experiencia social, la historia de las zonas de colonización. Aunque creo que, bien miradas las cosas, lo que recogen es un retazo del alma de muchos colombianos.

Si Camilo Torres me enseñó a soñar y Estanislao Zuleta a leer, la gente corriente, la que se levanta y se acuesta, la que mata a otro y reza por él, esa gente que somos todos nosotros, me enseñó a escuchar y, digámoslo ya, a escribir, porque una vez que uno escucha no puede dejar de escribir.

Creo que en realidad nosotros los intelectuales no sabemos o no podemos escuchar. Mientras oímos estamos construyendo argumentos polémicos que llenan el espacio donde debería ser alojado lo que el otro trata de decimos. Nos enrocamos como en el ajedrez para aturdimos con nuestras propias razones, lo que no es otra cosa que un salva a nosotros mismos. Nuestra crítica está viciada de presunción.

Ello tiene su precio: no hemos comprendido a la gente ni hemos podido gozar su lenguaje. En lugar de construir puentes lo que construimos son fortalezas. Escuchar, perdónenme el tono, es ante todo una actitud humilde que permite poner al otro por delante de mí, o mejor, reconocer que estoy frente al otro. Escuchar es limpiar lo que me distancia del interlocutor, que es lo mismo que-me distancia de mí. El camino, pues, da la vuelta.

Decía arriba que escuchar es casi escribir. Pero pregunto: ¿Cómo puede uno guardar lo que ha encontrado cuando ese hallazgo es un instante de plenitud? La verdadera relación con otro ser humano es jubilosa porque ha logrado romper la trinchera del miedo. Pienso que guardar esa emoción podría ser dañino. No es sólo una responsabilidad sino un problema de estabilidad.

¿Cómo seguir viviendo solo cuando uno conoce al vecino, y sabe además que vive tan solo como uno? Pero hay más: ¿Cómo no comunicarle al vecino que uno existe? ¿Cómo no mandarle un papelito diciéndole: "aquí estoy"? Eso es escribir.

Uno tiene miedo de escribir, como tiene miedo de escuchar, en fin, de vivir. El primero y más fuerte impedimento para hacerlo es, o es llamado el buen gusto literario; el escribir bien que uno dice. La pretensión de escribir bien es el cerrojo de una cárcel. Escribir bien es escribir para ser reconocido y celebrado y no un acto de comunicación. Es poner la atención en mi público y no en mi grito. Por eso no se escribe como se habla, cuando el mayor mérito de una obra literaria es precisamente reproducir el lenguaje de la vida.

Escribir como hablan los colonos, por ejemplo, es hablar con ellos. ¿Qué más se le puede pedir a la palabra? Vistas las cosas en conjunto y antes de que estas reflexiones sueltas dejen de ser una confesión y una invitación, quiero terminar retomando una tesis esbozada atrás. Escuchar y escribir son actos gemelos que conducen a la creación. El conocimiento no es el resultado de la aplicación de unas reglas científicas sino un acto de inspiración, cuyo origen me es vedado pero cuya responsabilidad me es exigida. Uno no escoge los temas, dice Sábato, los temas lo escogen a uno. La creación esconde la utopía, la aspiración a un mundo nuevo y distinto que puede ser tanto más real cuanto más simple. Las cosas suelen no estar más allá sino más acá. Permítanme terminar diciendo que la creación es el movimiento de la vida. Por eso todo esfuerzo encaminado a conocer debe aspirar a crear, no a descubrir. Crear es al fin y al cabo un acto ético.