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martes, 13 de marzo de 2018

A HORRID SCENE

By: George Orwell



April 4th, 1984

Last night to the flicks. Al war films. One very good one of a ship full of refugees being bombed somewhere in the Mediterranean. Audience much amused by shots of of a great huge fat man trying to swim away with a helicopter after him. First you saw him wallowing along in the water like a porpoise, them you saw him through the helicopters gunsights, then he was full of holes and the sea round him turned pink and he sank as suddenly as though the holes had let in the water. Audience shouting with laughter when he sank. Then you saw a lifeboat full of children with a helicopter hovering over it. There was a middleaged woman might have been a jewess sitting up in the bow with a little boy about three years old in her arms. Little boy screaming with fright an hiding his head between her breasts as if he was trying to burrow right into her and the woman putting her arms around him and comforting him although she was blue with fright herself. All the time covering him up as much as possible as if she thought her arms could keep the bullets off him. Then the helicopter planted a 20 kilo bomb in among them terrific flash and the boat went all to matchwood. Then there was a wonderful shot of a childs arm going up up up right up into the air a helicopter with a camera in its nose must have followed it up and there was a lot  of applause from the party seats but a woman down in the prole part of the house suddenly started kicking up a fuss and shouting they didnt oughter of showed it not in front of the kids they didnt it aint right not in front of kinds it aint until the police turned her turned her out i dont suppuse anything happened to her nobody cares what the proles say typical prole reaction they never.

It's taken from:  Orwell, George. (1949). 1984. New American Library. New York.         

sábado, 17 de febrero de 2018

UN PAÍS AL ALCANCE DE LOS NIÑOS

Por: Gabriel García Márquez

Los primeros españoles que vinieron al Nuevo Mundo vivían aturdidos por el canto de los pájaros, se mareaban con la pureza de los olores y agotaron en pocos años una especie exquisita de perros mudos que los indígenas criaban para comer. Muchos de ellos, y otros que llegarían después, eran criminales rasos en libertad condicional, que no tenían más razones para quedarse. Menos razones tendrían muy pronto los nativos para querer que se quedaran.

Cristóbal Colón, respaldado por una carta de los reyes de España para el emperador de China, había descubierto aquel paraíso por un error geográfico que cambió el rumbo de la historia. La víspera de su llegada, antes de oír el vuelo de las primeras aves en la oscuridad del océano, había percibido en el viento una fragancia de flores de la tierra que le pareció la cosa más dulce del mundo. En su diario de a bordo escribió que los nativos los recibieron en la playa como sus madres los parieron, que eran hermosos y de buena índole, y tan cándidos de natura, que cambiaban cuanto tenían por collares de colores y sonajas de latón. Pero su corazón perdió los estribos cuando descubrió que sus narigueras eran de oro, al igual que las pulseras, los collares, los aretes y las tobilleras; que tenían campanas de oro para jugar, y que algunos ocultaban sus vergüenzas con una cápsula de oro. Fue aquel esplendor ornamental, y no sus valores humanos, lo que condenó a los nativos a ser protagonistas del nuevo Génesis que empezaba aquel día. Muchos de ellos murieron sin saber de dónde habían venido los invasores. Muchos de éstos murieron sin saber dónde estaban. Cinco siglos después, los descendientes de ambos no acabamos de saber quiénes somos.

Era un mundo más descubierto de lo que se creyó entonces. Los incas, con diez millones de habitantes, tenían un estado legendario bien constituido, con ciudades monumentales en las cumbres andinas para tocar al dios solar. Tenían sistemas magistrales de cuenta y razón, y archivos y memorias de uso popular, que sorprendieron a los matemáticos de Europa, y un culto laborioso de las artes públicas, cuya obra magna fue el jardín del palacio imperial, con árboles y animales de oro y plata en tamaño natural. Los aztecas y los mayas habían plasmado su conciencia histórica en pirámides sagradas entre volcanes acezantes, y tenían emperadores clarividentes, astrónomos insignes y artesanos sabios que desconocían el uso industrial de la rueda, pero la utilizaban en los juguetes de los niños.

En la esquina de los dos grandes océanos se extendían cuarenta mil leguas cuadradas que Colón entrevió apenas en su cuarto viaje, y que hoy llevan su nombre: Colombia. Lo habitaban desde hacía unos doce mil años varias comunidades dispersas de lenguas diferentes y culturas distintas, y con sus identidades propias bien definidas. No tenían una noción de estado, ni unidad política entre ellas, pero habían descubierto el prodigio político de vivir como iguales en las diferencias. Tenían sistemas antiguos de ciencia y educación, y una rica cosmología vinculada a sus obras de orfebres geniales y alfareros inspirados. Su madurez creativa se había propuesto incorporar el arte a la vida cotidiana --que tal vez sea el destino superior de las artes-- y lo consiguieron con aciertos inemorables, tanto en los utensilios domésticos como en el modo de ser. El oro y las piedras preciosas no tenían para ellos un valor de cambio sino un poder cosmológico y artístico, pero los españoles los vieron con los ojos de Occidente: oro y piedras preciosas de sobra para dejar sin oficio a los alquimistas y empedrar los caminos del cielo con doblones de a cuatro. Esa fue la razón y la fuerza de la Conquista y la Colonia, y el origen real de lo que somos.

Tuvo que transcurrir un siglo para que los españoles conformaran el estado colonial, con un solo nombre, una sola lengua y un solo dios. 

Sus límites y su división política de doce provincias eran semejantes a los de hoy. Esto dio por primera vez la noción de un país centralista. y burocratizado, y creó la ilusión de una unidad nacional en el soporte de la Colonia. Ilusión pura, en una sociedad que era un modelo oscurantista de discriminación racial y violencia larvada, bajo el manto del Santo Oficio. Los tres o cuatro millones de indios que encontraron los españoles estaban reducidos a no más de un millón por la crueldad de los conquistadores y las. enfermedades desconocidas que trajeron consigo. Pero el mestizaje era ya una fuerza demográfica incontenible. Los miles de esclavos africanos, traídos por la fuerza para los trabajos bárbaros de minas y haciendas, habían aportado una tercera dignidad al caldo criollo, con nuevos rituales de imaginación y nostalgia, y otros dioses remotos. Pero las leyes de Indias habían impuesto patrones milimétricos de segregación según el grado de sangre blanca dentro a cada raza: mestizos de distinciones varias, negros esclavos, negros libertos, mulatos de distintas escalas. Llegaron a distinguirse hasta dieciocho grados de mestizos, y los mismos blancos españoles segregaron a sus propios hijos como blancos criollos.

Los mestizos estaban descalificados para ciertos cargos de mando y gobierno y otros oficios públicos, o para ingresar en colegios y seminarios. Los negros carecían de todo, inclusive dé un alma; no tenían derecho a entrar en el cielo ni en el infierno, y su sangre se consideraba impura hasta que fuera decantada por cuatro generaciones de blancos. Semejantes leyes no pudieron aplicarse con demasiado rigor por la dificultad de distinguir las intrincadas fronteras de las razas, y por la misma dinámica social del mestizaje, pero de todos modos aumentaron las tensiones y la violencia raciales. Hasta hace pocos años no se aceptaban todavía en los colegios de Colombia a los hijos de uniones libres. Los negros, iguales en la ley, padecen todavía de muchas. discriminaciones, además de las propias de la pobreza.

La generación de la Independencia perdió la primera oportunidad de liquidar esa herencia abominable. Aquella pléyade de jóvenes románticos inspirados en las luces de la revolución francesa, instauré una república moderna de buenas intenciones, pero no logró eliminar los residuos de la Colonia. Ellos mismos no estuvieron a salvo de sus hados maléficos. Simón Bolívar, a los 35 años, había dado la orden de ejecutar ochocientos prisioneros españoles, inclusive a los enfermos de un hospital. Francisco de Paula Santander, a los 28, hizo fusilar a prisioneros de la batalla de Boyacá, inclusive a su comandante. Algunos de los buenos propósitos de la república propiciaron de soslayo nuevas tensiones sociales de pobres y ricos, obreros y artesanos y otros grupos marginales. La ferocidad de las guerras civiles del siglo XIX no fue ajena a esas desigualdades, como no lo fueron las numerosas conmociones políticas que han dejado un rastro de sangre a lo largo de nuestra historia.

Dos dones naturales nos han ayudado a sortear ese sino funesto, a suplir los vacíos de nuestra condición cultural y social, y a buscar a tientas nuestra identidad. Uno es el don de la creatividad, expresión superior de la inteligencia humana. El otro es una abrasadora determinación de ascenso personal. Ambos, ayudados por una astucia casi sobrenatural, y tan útil para el bien como para el mal, fueron un recurso providencial de los indígenas contra los españoles desde el día mismo del desembarco. Para quitárselos de encima, mandaron a Colón de isla en isla, siempre a la isla siguiente, en busca de un rey vestido de oro que no había existido nunca. A los conquistadores alucinados por las novelas de caballería los engatusaron con descripciones de ciudades fantásticas construidas en oro puro, allí mismo, al otro lado de la loma. A todos los descaminaron con la fábula de El Dorado mítico que una vez al año se sumergía en su laguna sagrada con el cuerpo empolvado de oro. Tres obras maestras de una epopeya nacional, utilizadas por los indígenas como un instrumento para sobrevivir. Tal vez de esos talentos precolombinos nos viene también una plasticidad extraordinaria para asimilarnos con rapidez a cualquier medio y aprender sin dolor los oficios más disímiles: fakires en la India, camelleros en el Sahara o maestros de inglés en Nueva York.

Del lado hispánico, en cambio, tal vez nos venga el ser emigrantes congénitos con un espíritu de aventura que no elude los riesgos. Todo lo contrario: los buscamos. De unos cinco millones de colombianos que viven en el exterior, la inmensa mayoría se fue a buscar fortuna sin más recursos que la temeridad, y hoy están en todas panes, por las buenas o por las malas razones, haciendo lo mejoro lo peor, pero nunca inadvertidos. La cualidad con que se les distingue en el folclor del mundo entero es que ningún colombiano se deja morir de hambre. Sin embargo, la virtud que más se les nota es que nunca fueron tan colombianos como al sentirse lejos de Colombia.

Así es. Han asimilado las costumbres y las lenguas de otros como las propias, pero nunca han podido sacudirse del corazón las cenizas de la nostalgia, y no pierden ocasión de expresarlo con toda clase de actos patrióticos para exaltar lo que añoran de la tierra distante, inclusive sus defectos. En el país menos pensado puede encontrarse a la vuelta de una esquina la reproducción en vivo de un rincón cualquiera de Colombia: la plaza de árboles polvorientos todavía con las guirnaldas de papel del último viernes fragoroso, la fonda con el nombre del pueblo inolvidado y los aromas desgarradores de la cocina de mamá, la escuela 20 de Julio junto a la cantina 7 de Agosto con la música para llorar por la novia que nunca fue.

La paradoja es que estos conquistadores nostálgicos, como sus antepasados, nacieron en un país de puertas cerradas. Los libertadores trataron de abrirlas a los nuevos vientos de Inglaterra y Francia, a las doctrinas jurídicas y éticas de Bentham, a la educación de Lancaster, al aprendizaje de las lenguas, a la popularización de las ciencias y las artes, para borrar los vicios de una España más papista que el papa y todavía escaldada por el acoso financiero de los judíos y por ochocientos años de ocupación islámica. Los radicales del siglo XIX, y más tarde la Generación del Centenario, volvieron a proponérselo con políticas de inmigraciones masivas para enriquecer la cultura del mestizaje, pero unas y otras se frustraron por un temor casi teológico de los demonios exteriores. Aún hoy estamos lejos de imaginar cuánto dependemos del vasto mundo que ignoramos.

Somos conscientes de nuestros males, pero nos hemos desgastado luchando contra los síntomas mientras las causas se eternizan. Nos han escrito y oficializado una versión complaciente de la historia, hecha más para esconder que. para clarificar, en la cual se perpetúan vicios originales, se ganan batallas que nunca se dieron y se sacralizan glorias que nunca merecimos. Pues nos complacemos en el ensueño de que la historia no se parezca a la Colombia en que vivimos, sino que Colombia termine por parecerse a su historia escrita.

Por lo mismo, nuestra educación conformista y represiva parece concebida para que los niños se adapten por la fuerza a un país que no fue pensado para ellos, en lugar de poner el país al alcance de ellos para que lo transformen y engrandezcan. Semejante despropósito restringe la creatividad y la intuición congénitas, y contraría la imaginación, la clarividencia precoz y la sabiduría del corazón, hasta que los niños olviden lo que sin duda saben de nacimiento: que la realidad no termina donde dicen los textos, que su concepción del mundo es más acorde con la naturaleza que la de los adultos, y que la vida sería más larga y feliz si cada quien pudiera trabajar en lo que le gusta, y sólo en eso.

Esta encrucijada de destinos ha forjado una patria densa e indescifrable donde lo inverosímil es la única medida de la realidad. Nuestra insignia es la desmesura. En todo: en lo bueno y en lo malo, en el amor y en el odio, en el júbilo de un triunfo y en la amargura de una derrota. Destruimos a los ídolos con la misma pasión con que los creamos, Somos intuitivos, autodidactas espontáneos y rápidos, y trabajadores encarnizados, pero nos enloquece la sola idea del dinero fácil. Tenemos en el mismo corazón la misma cantidad de rencor político y de olvido histórico. Un éxito resonante o una derrota deportiva pueden costarnos tantos muertos como un desastre aéreo. Por la misma causa somos una sociedad sentimental en la que prima el gesto sobre la reflexión, el ímpetu sobre la razón, el calor humano sobre la desconfianza. Tenemos un amor casi irracional por la vida, pero nos matamos unos a otros por las ansias de vivir. Al autor de los crímenes más terribles lo pierde una debilidad sentimental. De otro modo: al colombiano sin corazón lo pierde el corazón.

Pues somos dos países a la vez: uno en el papel y otro en la realidad. Aunque somos precursores de las ciencias en América, seguimos viendo a los científicos en su estado medieval de brujos herméticos, cuando ya quedan muy pocas cosas en la vida diaria que no sean un milagro de la ciencia. En cada uno de nosotros cohabitan, de la manera más arbitraria, la justicia y la impunidad; somos fanáticos del legalismo, pero llevamos bien despierto en el alma un leguleyo de mano maestra para burlar las leyes sin violarlas, o para violarlas sin castigo. Amamos a los perros, tapizamos de rosas el mundo, morimos de amor por la patria, pero ignoramos la desaparición de seis especies animales cada hora del día y de la noche por la devastación criminal de los bosques tropicales, y nosotros mismos hemos destruido sin remedio uno de los grandes ríos del planeta. Nos indigna la mala imagen del país en el exterior, pero no nos atrevemos a admitir que muchas veces la realidad es peor. Somos capaces de los actos más nobles y de los más abyectos, de poemas sublimes y asesinatos dementes, de funerales jubilosos y parrandas mortales. No porque unos seamos buenos y otros malos, sino porque todos participamos de ambos extremos. Llegado el caso --y Dios nos libre-- todos somos capaces de todo.

Tal vez una reflexión más profunda nos permitiría establecer hasta qué punto este modo de ser nos viene de que seguimos siendo en esencia la misma sociedad excluyente, formalista y ensimismada de la Colonia. Tal vez una más serena nos permitiría descubrir que nuestra violencia histórica es la dinámica sobrante de nuestra guerra eterna contra la adversidad. Tal vez estemos pervertidos por un sistema que nos incita a vivir como ricos mientras el cuarenta por ciento de la población malvive en la miseria, y nos ha fomentado una noción instantánea y resbaladiza de la felicidad: queremos siempre un poco más de lo que ya tenemos, más y más de lo que parecía imposible, mucho más de lo que cabe dentro de la ley, y lo conseguimos como sea: aun contra la ley. Conscientes de que ningún gobierno será capaz de complacer esta ansiedad, hemos terminado por ser incrédulos, abstencionistas e ingobernables, y de un individualismo solitario por el que cada uno de nosotros. Piensa que sólo depende de sí mismo. Razones de sobra para seguir preguntándonos quiénes somos, y cuál es la cara con que queremos ser reconocidos en el tercer milenio.

La Misión de Ciencia, Educación y Desarrollo no ha pretendido una respuesta, pero ha querido diseñar una carta de navegación que tal vez ayude a encontrarla. Creemos que las condiciones están dadas como nunca para el cambio social, y que la educación será su órgano maestro. Una educación desde la cuna hasta la tumba, inconforme y reflexiva, que nos inspire un nuevo modo de pensar y nos incite a descubrir quiénes somos en una sociedad que se quiera más a sí misma. Que aproveche al máximo nuestra creatividad inagotable y conciba una ética --y tal vez una estética-- para nuestro afán desaforado y legítimo de superación personal. Que integre las ciencias y las artes a la canasta familiar, de acuerdo con los designios de un gran poeta de nuestro tiempo que pidió no seguir amándolas por separado como a dos hermanas enemigas. Que canalice hacia la vida la inmensa energía creadora que durante siglos hemos despilfarrado en la depredación y la violencia, y nos abra al fin la segunda oportunidad sobre la tierra que no tuvo la estirpe desgraciada del coronel Aureliano Buendía. Por el país próspero y justo que soñamos: al alcance de los niños.

Tomado de Aldana Valdés, E., & Otros. (1996). Colombia: al filo de la oportunidad. Bogotá: Tercer Mundo.

sábado, 27 de enero de 2018

EL HOMBRE, SU CUERPO Y SU LENGUA

Por: Giambattista Vico


Es digno de observación que en todas las lenguas la mayor parte de las expresiones en torno a cosas inanimadas están hechas a base de transposiciones del cuerpo humano y de sus partes, así como de los sentimientos y las pasiones humanas: Como «cabeza», por cima o principio; «frente» y «espaldas», delante o detrás; «ojos» de las viñas y esas que se llaman «luces» como elementos de las casas; «boca», toda apertura; «labio», borde de un vaso o de cualquier otra cosa; «diente» de arado, de rastrillo, de sierra, de peine; «barbas», las raíces; «lengua» de mar; «fauces» o «garganta» de ríos o montes; «cuello» de tierra; «brazo» de río; «mano», para un número pequeño; «seno» de mar, el golfo; «flancos» o «lados», los cantos; «costados» del mar; «corazón», por el medio (llamado «umbilicus» por los latinos); «pierna» o «pie» de países y «pie» para final; «planta» por base, o sea, fundamento; «carne», «huesos» de frutas; «vena» de agua, piedra, mineral; «sangre» de la vid, el vino; «vísceras» de la tierra; «ríen» el cielo, el mar; «silba» el viento; «murmura» la ola; «gime» un cuerpo bajo un gran peso; y los campesinos del Lacio decían «sitire agros», «laborare fructus», «luxuriari segetes»; y nuestros campesinos «enamorarse las plantas», «enloquecer las vides», «llorar los surcos»; y otros ejemplos innumerables que se pueden recoger en todas las lenguas. Todo lo cual se sigue de aquella dignidad de que «el hombre ignorante se hace a sí mismo regla del universo», tal como en los ejemplos citados a partir de sí mismo se ha formado un universo completo. Porque, así como la metafísica razonada enseña que «homo intelligendo fit omnia», así esta metafísica fantástica demuestra que «homo non intelligendo fit omnia»; y quizá sea dicho esto con más verdad que aquello, pues el hombre al entender despliega su mente y comprende las cosas, pero cuando no las entiende hace a partir de sí las cosas y, transformándose en ellas, lo convierte.

Vico Giambattista. (1744/1995). (Introducción, traducción y notas de Rocío de la Villa). Ciencia Nueva. Editorial Tecnos. Madrid.

viernes, 19 de enero de 2018

JACQUES MARIE EMILE LACAN (MINI-BIOGRAFÍA)

Por: Jairo Báez




Jacques Marie Emile Lacan,[1] descendiente de una familia burguesa, recibe una formación clásica y cristiana; aunque se caracterizó por ser buen estudiante, nunca alcanzó el grado de la brillantez; sus maestros le criticaban su arrogancia, su falta de compromiso y organización para con los estudios impartidos. En la adolescencia empieza a mostrar su resistencia a lo enseñado en su crianza, busca sus propios derroteros intelectuales, explora el jansenismo, el dadaísmo y el surrealismo, entre otros. Se asume en contra de las creencias religiosas recibidas, frecuenta los círculos literarios y filosóficos de avanzada, lee a Nietzsche en alemán, también se interesa por la obra de Spinosa. Tiene que vivenciar los horrores de la Primera Guerra Mundial, heridos y mutilados que llegaban al improvisado hospital que hicieran de su colegio. De allí su duda entre optar por la política y la medicina. Como dato anecdótico, conoce primero la obra de Joyce y años después la obra de Freud.



[1] Roudinesco, Élizabeth. (1993/2000). Lacan, esbozo de una vida, historia de un esbozo de pensamiento. Colombia. Fondo de Cultura Económica. Primera Parte. Aparte I.

miércoles, 28 de junio de 2017

EL OTRO NECESARIO PARA HABLAR DE SÍ MISMO


Por: Michel Foucault.

El estatus de ese otro, tan imprescindible para que yo pueda decir la verdad sobre mí mismo, y su presencia plantean, como es evidente, es una serie de problemas. No resulta tan fácil de analizar, pues si es cierto que conocemos relativamente bien a ese otro tan necesario para el decir veraz sobre uno mismo en la cultura cristiana, en la que adopta la forma institucional el confesor o el director de conciencia, y también es cierto que se puede señalar con bastante facilidad y la cultura moderna a ese otro, cuyo estatus en funciones habría que analizar sin ninguna duda con mayor precisión –ese otro  indispensable para que yo pueda decir la verdad sobre mí mismo, sea al médico, el psiquiatra, el psicólogo  o el psicoanalista-, en la cultura antigua, antes bien, aunque su presencia está perfectamente atestiguada, hay que reconocer que su estatus es mucho más variable, mucho más vago, está recortado e institucionalizado con mucha menos claridad. En la cultura antigua, ese otro que me es tan necesario para decir la verdad sobre mí mismo puede ser un filósofo de profesión, pero también una persona cualquiera. Acuérdense, por ejemplo, de ese texto de Galeno sobre la cura de los errores y las pasiones, donde señala que, para decir la verdad sobre sí mismo y conocerse, uno necesita a otro a quien debe buscar un poco en cualquier parte, con la sola condición de que sea un hombre de edad y serio. Puede ser un filósofo de profesión, puede ser también un quídam. Puede ser un profesor, un profesor que mayor o menor medida partícipe de una estructura pedagógica institucionalizada (Epicteto dirigía una escuela), pero puede ser un amigo personal, puede ser un amante. Puede ser un guía provisorio para el hombre joven que todavía no ha llegado a su plena madurez, que todavía no ha tomado sus decisiones fundamentales en la vida, que todavía nos completamente dueño de sí mismo, pero también puede ser un consejero permanente, que siga alguien a lo largo de su existencia y lo conduzca hasta su muerte. Acuérdense, por ejemplo, de Demetrio el Cínico, que era consejero de Trásea Peto, un hombre importante en la vida política romana de mediados del siglo I, y que lo sirvió como consejero hasta el día mismo de su muerte, el gesto de su suicidio; Demetrio, en efecto, asistió al suicidio de Trásea Peto y conversó con él, a la manera, claro está, del diálogo socrático, sobre la inmortalidad del alma hasta su último suspiro.

El estatus ese otro es, por tanto, variable. Y su papel, su práctica misma, tampoco son tan fácil de discernir, de definir, porque en cierto aspecto ese papel tiene que ver con la pedagogía, se apoya ésta, pero es también una dirección del alma. Puede ser asimismo una suerte consejo político. Pero ese papel también se metaforiza y quizás hasta se manifiesta y cobra forma en una especie de práctica médica, porque se trata en efecto el tratamiento del alma y de la determinación de un régimen de vida, o régimen de vida que comporta, por supuesto, el régimen de las pasiones, pero igualmente el régimen alimentario, el modo de vida en todos sus aspectos.


Pero, cualquiera que sea la incertidumbre o, si lo prefieren, la polivalencia, los diferentes aspectos y perfiles bajo los cuales vemos aparecer a ese otro tan necesario para decir la verdad sobre uno mismo, si esos perfiles son numerosos y el otro es polivalente, o sea su papel mismo –entre medicina, política y pedagogía- no siempre fácil de captar, de todas maneras, sea cual fuere ese papel, sea cual fuere su estatus, sea cual fuere su función y sea cual fuere su perfil, ese otro, indispensable para decir la verdad de uno mismo, tiene o, mejor, debe tener, para ser efectivamente, para ser eficazmente el socio del decir veraz sobre sí, una calificación determinada. Y esa calificación no es, como en el caso la cultura cristiana, con el confesor o director de conciencia, una calificación dada por institución y vinculada a la posesión y el ejercicio de ciertos poderes espirituales específicos. Tampoco es, como en el caso la cultura moderna, una de calificación institucional que garantice determinado saber psicológico, psiquiátrico, psicoanalítico. La calificación necesaria para ese personaje incierto, un poco brumoso y fluctuante, es cierta práctica, cierta manera decir que se llama precisamente parrhesía (hablar franco).

Tomado de: Foucault, Michel. (2010). El coraje de la verdad. El gobierno de sí y de los otros II: curso en el Collège de France: 1983-1984. Pags. 23-24. México. Fondo de Cultura Económica.

lunes, 5 de junio de 2017

LA VENTA DE PLATÓN

Por: Plutarco.

Era Dion hermano de ésta [Aristómaca], y al principio alcanzó honor por la hermana: pero después, habiendo dado muestras de prudencia, por sí mismo se ganó tanto el afecto del tirano [Dionisio], que entre otras muchas distinciones dio orden a los tesoreros de que si Dion pedía alguna cosa, se la entregasen, y, entregada, se lo participaran en el mismo día. Era desde luego de carácter altivo, magnánimo y valeroso, pero sobresalió más en estas calidades después que arribó a Sicilia Platón, más bien por una feliz y divina suerte que no por ninguna disposición humana: y es que algún buen Genio, preparando de lejos, según parece, a los Siracusanos el principio de su libertad y la destrucción de la tiranía, trajo a Platón de Italia a Siracusa e inclinó a Dion a escuchar su doctrina, siendo éste todavía muy joven, pero teniendo para aprender más disposición que cuantos acudieron a oír al filósofo y mayor presteza y diligencia para seguir la virtud, como el mismo Platón lo dejó escrito y los hechos lo testifican. Porque con haber sido educado bajo el tirano en costumbres oscuras, y avezándose a una conducta sujeta y tímida, a hacerse servir con orgullo, a un lujo desmedido y a un método de vida propio de quien hace consistir lo honesto en los placeres y en la satisfacción de los deseos, no bien llegó a probar el fruto de la razón y de una filosofía adiestradora a la virtud cuando al punto se inflamó su espíritu, y gobernándose por su excelente disposición a lo bueno, con ánimo sencillo y juvenil esperó que en Dionisio haría igual impresión la misma doctrina, y así trabajó y se afanó por que éste, quitando algún tiempo a los negocios, acudiera también a oír a Platón.

Llegado el caso de que lo oyese, el filósofo habló en general de la virtud y trató después largamente de la fortaleza, para probar que los tiranos de todo tienen más que de fuertes; y como, convirtiendo luego su discurso a la justicia, hiciese ver que sólo es vida feliz la de los justos, y la de los injustos infeliz y miserable, no pudo ya el tirano aguantar aquellos discursos, creyéndose reprendido, y se incomodó con los que se hallaban presentes, porque le oían con admiración y se mostraban encantados de su doctrina. Por último, irritado, le preguntó con enfado qué era lo que quería con su venida a Sicilia; y como le respondiese que buscaba un hombre de bien, le replicó el tirano: “Pues a fe que parece que todavía no lo has encontrado.” Creyó Dion que el enojo no pasaría más adelante, y se dio prisa a acompañar a Platón a una galera que conducía a la Grecia al espartano Polis; pero Dionisio había enviado reservadamente quien rogara a Polis, como objeto principal, que diera muerte a Platón; y si esto no, que no dejara de venderlo, pues que ningún daño le haría, sino que, siendo justo, sería igualmente feliz en medio de la servidumbre. Dícese, por tanto, que Polis llevó a Platón a Egina y lo vendió, teniendo los Eginetas guerra con los Atenienses, y habiendo publicado por bando que el Ateniense que fuese hecho cautivo se vendiese en Egina.

Tomado de: Plutarco. Vidas Paralelas. Dión. Tomo VII.