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martes, 18 de octubre de 2011

EL CUARTO ENCUENTRO


El Cuarto Encuentro

Rosendo Rodríguez Fernández

No me canso de andar por tus collados,
De recorrer tu cuerpo y tus colinas,
De sembrar en tu tierra desgarrada
Por mi pecho de espadas y de espinas.
                               Carlos Castro Saavedra, Esposa Patria.

Semilleros de Psicoanálisis, vienen resultando significantes que han ameritado unas palabras de Jairo Báez, al cierre –que es un modo de decir, pues se trata de otra apertura- del Cuarto Encuentro de Semilleros de Psicoanálisis, realizado en Bucaramanga a mediados de un Octubre muy lluvioso.

Más allá de los obligados agradecimientos a la UNAB, que en cabeza de Margarita y Compañía, organizó el evento, y a los directivos que lo hicieron posible, quedan planteadas algunas cuestiones que me precio de considerar sintomáticamente, tratándose aquí del espíritu del psicoanálisis, el cual ha de vagar por los pasillos de las instituciones, gracias a una cierta torpeza que al marginarlo, le confiere toda su vitalidad.

Escribamos pues, del espíritu del psicoanálisis. Apareció en el IV Encuentro más como operación ideológica que como operación analítica. Sin nombres, sin Santos, pero lleno de Milagros, el Encuentro fue dominado por la palabra de los Paterfamilias.

En su extensión, las Semillas aparecieron más bien como muy desarrollados y añosos vegetales, cuyos planteamientos jalonaron, de modo inquietante, las conclusiones del Encuentro. A saber, mucho profesor, con mucha autoridad, con mucho peso de sus palabras avaladas en la tradición analítica (y psicoanalítica, pues distinciones de este talante se hicieron), y mucho estudiante cuya voz cayó bajo la sombra de los grandes árboles que aquí florecieron y esparcieron sus semillas.

Un goce, pues. Aporéticamente, goces de Amos, más entrados que de costumbre en la lógica del fantasma, de la que se precia de hablar el Psicoanálisis. Quien escribe, en efecto, estuvo bajo el empuje del goce, acusando los efectos de ese goce del otro que toma el psicoanálisis en tanto que cuerpo teórico para gozar más. La inquietante temática de las relaciones entre el psicoanálisis y la psicología, la transmisión de estos saberes, su status de saber y ciencia, los enfoques metodológicos, y los problemas de las sociedades que requieren de formas del gran Otro, especialmente ahora, dejaron ver el síntoma del IV Encuentro.

Y es Báez una vez más el que toma el lugar del analista, al finalizar el concierto de los Amos, sostenidos en su lugar por los Esclavos. Una parodia, la del esquema planteado. La metodología, es un síntoma, y como tal, síntoma de nombrados, autorizados psicoanalistas. En cierto sentido, llegar a plantear el psicoanálisis como una hermenéutica, tiene el altísimo costo de colocarlo en el lugar de la Verdad, como significante Amo que capitonea todo el Saber que sin más, es la Interpretación. Pues si el psicoanálisis es una hermenéutica, una sabiduría capitoneada en la Verdad, no queda más que adorar al Gran Dios Freud, el Espíritu Santo Lacan, y los Dioses Menores, Klein, Adler, Bion, etc. 

Toda una jerarquía eclesiástica se revela, a partir de esta asunción que hace caber al psicoanálisis en los modelos de ciencia cualitativa, y lo alinea sin mayores problemas con el construccionismo y la Dialéctica de la Ilustración. Habrá que advertir que no basta con que el psicoanálisis entre en el territorio del lenguaje, para convertirlo en una versión refinada del construccionismo o del cualitativismo. Si entra a ocupar ese lugar poco digno, al estilo del psicoanálisis de Kris, Hartmann, y Loewenstein, aquellos amantes de la autoridad de la Ciencia, prefiero dejar mi lugar a otro con preferencias obispales.

Con esto, no confundir la autoridad de la Ciencia con la ética que hace que la ciencia sea una forma de investigación, que históricamente al ser reducida a un método, pierde completamente su espíritu y muere a manos del capitalismo y el consumismo. El paso de la modernidad a la posmodernidad, cuya causa ha matado a Dios, a la Ciencia, y al Humano, deja soluciones fantasmáticas tan fallidas como la inscripción del psicoanálisis lacaniano en la Derecha Radical que se precia de ser Democracia (Liberal) enmascarada de cualitativismo construccionista, paradigma que aspira al status científico y en último término, corre el riesgo de doblar la cerviz ante los dogmas de Popper o cualquier otro espíritu caído al lado de la relación entre el Amo y el Esclavo.

El planteamiento de la Verdad como noción estadística, adorado sin más por los demócratas liberales entre los que coloco a los científicos cualitativistas y a los cuantitativistas, quizá de modo atrevido, pero sin dudar que existen verdaderos espíritus científicos, entre los cuales habrá que situar a aquel que renuncia a ser el Amo, es decir, a ser El Esclavo que dialécticamente llega a esa posición de autoridad a través de un largo aprendizaje del Control –que va del Autocontrol al Control Social- con el fin de operarlo como única salida a las relaciones interpersonales, ese planteamiento democrático de la Verdad, desemboca en una aporía. ¿No es el extremista, precisamente aquél que denuncia a quien se asume como radical, como extremista? Es decir, al denunciar al que se sale de la media, aquél que se considera no vicioso por no asumir una verdad, no nos encontramos con quien tiene las manos limpias de sangre, pero bendice al final el acto del verdugo que elimina al molesto anti-demócrata?

Centrado en la entronización de la comprensión, que apuntala prácticas como la inclusión social, el Encuentro vino a sustentar, no sin finas texturas, las justificaciones que no admiten críticas al perfecto sistema democrático, socialista-capitalista, que siempre requiere un líder para su decantación en un saber hegemónico. Una práctica antigua, que al final Jairo Báez viene a señalar, que dejo subrayada aquí: todo Encuentro termina en unas conclusiones que por lo general desembocan en elogios mutuos, Club al cual, en Bucaramanga 2011, sospechosamente fuimos convocados como maestros. Conferencias centrales, que develan una estructura de poder, apuntalada en el Saber, contrastaron con Mesas de Trabajo, donde los proletarios de la Verdad vieron en algunos casos (por lo general en lo que respecta a los Maestros o Profesores) a quienes hicieron oír sus voces, y en otros a quienes trajeron voces adormecidas por el temor y el anonimato. ¿No hay allí un lenguaje de la Verdad, más poderosa por su imposición imaginaria que por su devenir simbólico en una lucha de Amos?

Puede de inmediato, acusárseme de reducir el Encuentro a su Metodología. Sin embargo, las conferencias centrales versaron sobre la metodología, la cual, de paso, distinguió la práctica del psicoanálisis de su teoría, estableciendo una distancia, un abismo, entre el concepto y su decantación en una ética. Tal justificación pone a un lado la teoría, como un bloque de conocimiento verdadero, inmóvil o inamovible, intocable como S2, Saber Absoluto sostenido en significantes Amo como Freud, Descartes, Klein, y un sintomático Lacan un tanto ausente. La palabra peligrosa, prohibida, es aquella que emerge denunciada como antidemocrática: subversión. Una inclinación de la cerviz ante el gran Otro, constituyó el tono dominante de la metodología del Cuarto Encuentro.

Tal vez, un Encuentro fallido, en un cierto sentido. Allí se anunció la muerte del psicoanálisis en la Universidad. Se dejó implícito el mensaje de que el psicoanálisis se puede aprender en Congresos, y que la omnipotente psicología requiere otros alimentos, mucho más nutritivos, que un saber cuyo discurso se ubica en el reverso del discurso del Amo. También se planteó que viviría en los baños y las paredes. Y puede ser que el psicoanálisis no tenga más destino que ser marginal, y en su marginación, ser subversivo. Su subversión estriba, lacanianamente, en mi versión, es decir, como Reverso del Discurso del Amo, el Acto Analítico implica una movilización del sujeto del lugar del Amo, al lugar del Analista. Esta operación ciertamente, no se basa en la ignorancia. Rescatando las palabras que, desde el lugar del Amo, pronunciaba un autorizado psicoanalista, esta operación analítica requiere de un socrático docto ignorante, que olvida que sabe para poder dar lugar al saber del otro. Esto difiere de dar, una y otra vez, lugar al saber del gran Otro, práctica recurrente en este Encuentro, con apuntalamientos en esa diferenciación metodológica que reclamaba el trono, destituyendo a la teoría.

Demócratas, al fin y al cabo, se plantearon remedios dialécticos: diferenciado método y teoría no queda más que reconciliarlos, sospechosamente contrarios sin unidad. Omnipotencia del discurso, que podría decirse, Omnipotencia de las Ideas, antes que reconocer lo real en los efectos del discurso, se plantea contra Feyerabend que su concepción anti-metodológica, fuertemente apuntalada en último término en los efectos de la asunción de la ciencia como método, es Metodológica. El anti-método como un método más. Poner a Feyerabend a hacer fila con los científicos, más que denunciar su ignorancia crasa, es negar los efectos del discurso. Es tratar de incluirlo todo en las omnipotentes apuestas –sobre seguro- democráticas. No falta pues, entonces, quien incluya a Nietzsche o a Bataille entre los demócratas liberales más insignes, es decir, entre quienes sostienen en último término al gran Otro en su lugar, en sus diferentes versiones. Implica reificar una vez más el lugar del Amo, al cual no le queda más que ser reconocido no por otros Amos, como es su deseo, sino hegelianamente, ser un decadente Amo que se apuntala en la cerviz inclinada del Esclavo, que lo sostiene en su temor a la muerte.

Así, se defiende la existencia de Dios, o de la Ciencia, y se entronizan una vez más, los jerarcas eclesiales, que Saben lo que dicen, y quizá también, de un modo que podría decirse perverso, sabe lo que hacen. Si se dijera que no saben, pues estaría yo insultando su inteligencia. Báez, a quien deseo ubicar en el lugar del Analista, se vé avocado a rescatar el espíritu del Psicoanálisis. Si bien hay gratitud, por la amabilidad y deferencia que recibimos de las personas que atendieron nuestra visita, es preciso señalar el Sacrificio del Psicoanálisis en la Universidad, no solamente por la pretensión de eliminarlo de un plan de estudios, lo cual es de esperar, sino de su sacrificio en el seno del Semillero de Psicoanálisis. Habría que decir que somos las semillas, seamos docentes o estudiantes. Una vez más, señalo aquí lo que decía Báez en otro contexto: soy estudiante, así el rol que tenga en la Universidad sea el de Profesor. La experiencia, grata, dicho sea de paso, de Bucaramanga, es la de una cierta realidad que nos envuelve como semilleros: escuchamos al gran Otro, pero no al otro, el cual tiene sus investiduras imaginarias, de profesor o estudiante.

El lustre nos persigue, como la autoridad alcanzada a partir de la Sabiduría. Resistirse al peligro del desprecio, está también en este señalamiento. No creo que se trate de eliminar al profesor, pero sí de volverle a encargar la articulación entre teoría y práctica, si las llega a dividir, con la ética. Pasar a ser un analizante, productor de discurso, y llegar a autorizarse a decir, con la potencia aristotélica de sus palabras desplegadas, tomando el riesgo de defenderlas en una lucha de conciencias, es un desafío de los encuentros de semilleros. Si vamos a hablar desde el lugar del Amo, con un poderoso falo, S2, discurso esgrimido bajo la égida de la Verdad, no temamos entonces enfrentar a un Analista, en el reverso de esta práctica. En la metodología, evitar caer en el Discurso del Amo, diferenciando entre el Saber Ilustrado que hay que leer en idioma original para evitar los errores de traducción, que pervierten el Dogma, y el Saber Proletario, saber de segunda, saber de estudiante, que balbucea donde los grandes profesores dogmatizan.

Báez señaló, al final, el problema de las recetas. Creo que lo pensé o lo dije: no por ser Discurso de la Ciencia, se está libre de antemano de ser Discurso del Amo, o Recetario de Investigación. En contra de cualquier cosa que se precie a sí misma de ser, es decir, en el Reverso del Discurso del Amo, está ese molesto discurso del Analista. Cobardemente, los profesores, aparte de asumirnos como sabios, montamos escenarios a través de serviles estudiantes, para pronunciar nuestros discursos que son del Gran Otro. El señalamiento de Báez para los estudiantes fue éste: No se lo dejen quitar. No se trata simplemente de la Castración mental a la que se encuentran sometidos quienes se creen estudiantes y profesores, divididos por estos emblemas del Otro, se trata de plantear la lucha de conciencias con valentía: les pido que renunciemos a nuestros emblemas, para poder escuchar. De un par a otro, de un otro al otro, miremos en qué se sostienen nuestros discursos. No entremos de antemano ganando o perdiendo. Tengamos la valentía de ser analizantes, y a la vez, como analistas, ver nuestras propias entronizaciones, nuestros fantasmas que se fundan en la relación pasiva ante el Padre. 

Regresar a la paridad no es homogeneizarnos en la igualdad. Si llenamos el vacío con algo, ¿No debería estar esto referido al propio ser? Después de todo, a mí qué me importa el psicoanálisis. Me importa un vacío, y esta es la diferencia con las ilusiones que me importa la ciencia apuntalada en el comercio. Si alguien busca la felicidad, dudosamente está en estos caminos, y si la encuentra y está lo suficientemente loco como para tratar de compartirla o imponerla, pues que lo haga. Más allá de estos goces que se mercadearon en el Encuentro, diría yo que los frutos están una vez más por cosecharse, pues después de todo los Amos, con su Verdad, enseñan. Los esclavos, a su modo, resisten. Tendrán que soportar el nuevo orden existente. No por llamarse psicoanalista, se es algo así. Tampoco yo pretendo hacerlo, en inmodestia o en falsa modestia. Lo dejo como un desafío para cada cual. De acuerdo con Lacan, una vez asumida una postura, queda la impostura que envuelve lo real de tal asunción. Habrá semblante. No queda más que fingir inocencia o responsabilidad, o terminar en una asunción frente al mismo.

Para los participantes, como Amos o Esclavos, queda como costumbre algo que enseñaron los Maestros: una cortesía al escuchar al otro. Desde aquí, una cortesía para quienes compartieron su trabajo, el cual es muy digno del respeto y la consideración. Las preguntas que quedaron sin duda estimulan la semilla a su despliegue en las realidades por venir. Tuvimos una responsabilidad política en los Laboratorios Sociales. Si repetimos una vez más el esquema del Amo y el Esclavo, nunca nos podremos librar de nuestros goces. Termino volviendo a Báez, y su metodología, que es la del Semillero Psicosis y Psicoanálisis: trabajar desde el propio deseo. No pretendo pues, adoctrinar, sino participar en un espacio destinado al despliegue de las potencias de las semillas, entre las cuales me cuento. No nos reunimos allí a hacer hermenéutica de los textos del psicoanálisis: vivimos nuestro trabajo de analizantes. Por ello, aunque reconocemos en Lacan un significante Amo, por lo mismo nos resistimos a adorarlo. Al plantear Laboratorios Sociales, preferimos hablar entre pares, y nuestra diferencia se esgrime en la palabra. Por ello, no decimos que somos científicos cualitativistas, y nos distanciamos de allí, si bien por supuesto, no desestimamos a quien se precie de serlo, siempre que no diga que el psicoanálisis, por lo menos el nuestro, es una hermenéutica.

No deseo comprender, ni ser comprendido, pues cuando el saber desemboca en la personalidad, la infla, y nos hace creer que somos más grandes por comprensivos. Mi deseo finalmente, versa sobre lo imposible y omnipotente de tal posición hermenéutica que se funda en la comunicación. La ilusión democrática también se apuntala en la comprensión. El abismo entre los sujetos, estriba en esa comprensión y las demandas que genera, pues en últimas versa en un ideal imposible por superyoico, y es, después de todo, pretender que el Esclavo tome plenamente su lugar. 

A cambio, como un villano que sabe lo que hace, perversamente y siniestramente, propongo Analizar. Termino diciendo que tenemos el derecho de partir de no creer, pues eso nos hace un poco menos cretinos que los demás, y no nos entroniza en la imagen de buenos demócratas, sabios que comprenden la inocencia y la maldad de los corazones de los que se salen de la media estadística.

Bogotá, Octubre de 2011.   

lunes, 3 de octubre de 2011

CASO ROBERTO


El Caso Roberto

Rosine Lefort

Roberto nació el 4 de Marzo de 1948. Su historia fue reconstituida trabajosamente, y si los traumatismos sufridos pudieron conocerse fue, sobre todo, gracias al material aportado en las sesiones.

Padre desconocido. Su madre está actualmente internada por paranoica. Lo tuvo consigo hasta los cinco meses, errando de casa en casa. Desatendió los cuidados esenciales llegando incluso a olvidar alimentarlo. Debían recordársele sin cesar los cuidados que requería su hijo: aseo, alimentación. Se demostró que el niño estuvo desatendido hasta el punto de sufrir hambre. Debió ser hospitalizado a los cinco meses en un estado avanzado de hipotrofia y desnutrición.

Apenas hospitalizado, sufrió una otitis bilateral que requirió una mastoidectomía doble. Después fue enviado al Paul Parquet, cuya estricta práctica profiláctica todos conocen. Allí estuvo aislado y alimentado con sonda a causa de su anorexia. Salió a los nueve meses, y fue devuelto, a  la fuerza, a su madre. Nada se sabe de los dos meses que pasó entonces con ella. Sus huellas reaparecen en ocasión de su hospitalización, a los once meses, encontrándose nuevamente en un estado marcado de desnutrición. El niño será definitiva y legalmente abandonado algunos meses después, sin haber vuelto a ver a su madre.

Desde esta época hasta los tres años y nueve meses, el niño sufrió veinticinco cambios de residencia, pasando por instituciones de niños u hospitales, sin habérsele colocado nunca con una familia adoptiva propiamente dicha, subvencionada por el Estado. Estas hospitalizaciones fueron requeridas por sus enfermedades infantiles, por una amigdalectomía, exámenes neurológicos, ventriculografía, electroencefalografía, cuyos resultados fueron normales. Se destacan evaluaciones sanitarias, médicas, que indican profundas perturbaciones somáticas, y cuando lo somático mejoró, deterioros psicológicos. La última evaluación de Denfert, cuando Roberto tenía tres años y medio, propone una internación que sólo podía ser definitiva, por un estado parapsicotico no francamente definido. El test de Gesell dio un Q.D. de 43.

El niño llegó pues a los tres años y nueve meses a la institución, dependencia de Denfort, donde empecé su tratamiento. En ese momento se presentaba de la siguiente manera.

Desde el punto de vista pondo-estatural se hallaba en muy buen estado, al margen de una otorrea bilateral crónica. Tenia desde el punto de vista motor, marcha pendular, gran incoordinacion de movimientos, hiperagitación constante. Desde el punto de vista del lenguaje tenía ausencia total de habla coordinada, gritos frecuentes, risas guturales y discordantes. Sólo sabía decir, gritando, dos palabras: ¡Señora! y ¡El lobo! Repetía ¡el lobo! todo el día, por lo que le puse el sobrenombre de el niño lobo, pues tal era, verdaderamente, la representación que tenía de sí mismo.

Desde el punto de vista del comportamiento, era hiperactivo, todo el tiempo estaba agitado por movimientos bruscos y desordenados, sin objetivo. Actividad de prehensión incoherente: estiraba su brazo hacia adelante para tomar un objeto, y si no lo alcanzaba no podía rectificarse, y debía recomenzar el movimiento desde el principio. Variados trastornos del sueño. Sobre este fondo permanente, tenía crisis de agitación convulsiva, sin verdaderas convulsiones, con enrojecimiento del rostro, alaridos desgarradores; estas crisis estaban relaciónadas con escenas de su vida cotidiana: el orinal, y sobretodo el vaciado del orinal, vestirse, la alimentación, las puertas abiertas que no podía soportar, al igual que la oscuridad, los gritos de los otros niños, y como veremos, los cambios de habitación.

Más raramente, tenía crisis diametralmente opuestas, en las que estaba completamente postrado, mirando al vacío, como deprimido.

Con el adulto era hiperagitado, indiferenciado, sin verdadero contacto. A los niños parecía ignorarlos, pero cuando uno de ellos lloraba o gritaba, entraba en una crisis convulsiva. En esos momentos de crisis se volvía peligroso, fuerte, intentaba estrangular a los otros niños, y debió ser aislado por la noche, y durante las comidas. No se observaba angustia alguna, ninguna emoción.

No sabíamos muy bien en qué categoría clasificarlo. Pero, a pesar de eso intentamos un tratamiento, preguntándonos si obtendríamos algo.

Voy a hablarles del primer año de tratamiento. Interrumpido luego durante un año. El tratamiento conoció varias fases.

Durante la fase preliminar, Roberto mantuvo su comportamiento cotidiano. Gritos guturales. Entraba en la habitación corriendo sin parar, aullando, saltando en el aire y volviendo a caer en cuclillas, cogiéndose la cabeza con las manos, abriendo y cerrando la puerta, encendiendo y apagando la luz. Los objetos, los tomaba o bien los rechazaba, o también los amontonaba sobre mí. Prognatismo muy marcado.

Lo único que pude sacar en limpio de estas primeras sesiones era que Roberto no se atrevía a acercarse al biberón, o que apenas se le acercaba, soplándole encima. Observé también un interés por la palangana que, llena de agua, parecía desencadenar una verdadera crisis de pánico.

Hacia el final de esta fase preliminar, durante una sesión, después de haber amontonado todo sobre mí en un estado de gran agitación, salió a toda velocidad, y le oí en lo alto de la escalera, que no sabía bajar solo, decir, con tono patético, con una tonalidad muy baja que no le era habitual, Mamá, mirando al vacío.

Esta fase preliminar terminó pues fuera del tratamiento. Una noche, después de acostarlo, de pie en su cama, con tijeras de plástico, intentó cortarse el pene ante los otros niños aterrorizados.

En la segunda parte del tratamiento comenzó a exponer qué era para él ¡El lobo! Gritaba esto todo el tiempo.

Un día, comenzó tratando de estrangular a una niñita que yo tenía en tratamiento. Hubo que separarlos, y ponerlo en otra habitación. Su reacción fue violenta, su agitación intensa. Debí acudir y volver a traerlo a la habitación donde vivía habitualmente. En cuanto llegó, aulló ¡El lobo!, y comenzó a tirarlo todo por la habitación -que era el comedor- alimentos y platos. Los días siguientes, cada vez que pasaba ante la habitación adonde había sido llevado, aullaba: ¡El lobo!

Esto aclara también su comportamiento con las puertas, a las que no podía soportar abiertas; pasaba el tiempo de la sesión abriéndolas, para que yo las volviera a cerrar, y gritando ¡El lobo!

Aquí es preciso recordar su historia; los cambios de lugar, de habitación, eran para él una destrucción, ya que había cambiado, sin parar, tanto de lugares como de adultos. Esto se había convertido para él en un verdadero principio de destrucción que había marcado intensamente las manifestaciones primordiales de su vida de ingestión y excreción. Lo expresó principalmente en dos escenas, una con el biberón, la otra con el orinal.

Roberto había por fin tomado el biberón. Un día fue a abrir la puerta, y tendió el biberón a alguien imaginario; cuando estaba sólo con un adulto en una habitación, seguía comportándose como si hubiera otros niños a su alrededor. Roberto tendió el biberón. Volvió arrancando la tetina, hizo que yo la volviera a colocar, tendió nuevamente el biberón hacia afuera, dejó la puerta abierta, me volvió la espalda, tragó dos sorbos de leche y, frente a mí, arrancó la tetina, echó la cabeza hacia atrás, se inundó de leche y vertió el resto sobre mí. Salió presa de pánico, inconsciente y ciego. Tuve que recogerlo en la escalera, por donde empezaba a rodar. En ese momento tuve la impresión de que había tragado la destrucción, y que la puerta abierta y la leche estaban ligadas.

La escena del orinal que ocurrió a continuación presentaba el mismo carácter de destrucción. Al comienzo del tratamiento se creía obligado a hacer caca en sesión, pensando que si me daba algo, me conservaba. Sólo podía hacerlo apretándose contra mí, sentándose en el orinal, teniendo con una mano mi guardapolvo, y con la otra el biberón o un lápiz. Comía antes, y sobre todo después. No leche, sino bombones y tortas.
La intensidad emocional evidenciaba un gran temor. La última de estas escenas aclaró la relación que para él existía entre la defecación y la destrucción por los cambios.

A lo largo de esta escena había comenzado haciendo caca, sentado a mi lado. Después, con su caca al lado de él, hojeaba las páginas de un libro, volviéndolas. Luego oyó un ruido en el exterior. Loco de miedo salió, tomó su orinal, y lo colocó ante la puerta de la persona que acababa de entrar en la habitación vecina. Después volvió a la habitación donde yo estaba, y se pegó a la puerta gritando:  El lobo! ¡ El lobo!

Tuve la impresión que era un rito propiciatorio. Era incapaz de darme esa caca. En cierta medida, sabía que yo no lo exigía.

Fue a ponerla afuera, sabía bien que iba a ser botada, o sea destruida. Le interpreté entonces su rito. Después fue a buscar el orinal, lo volvió a poner en la habitación a mi lado, lo tapó con un papel diciendo «a pu, a pu», como para no estar obligado a entregarla.

Comenzó entonces a ser agresivo conmigo, como si al darle permiso para poseerse a través de esa caca de la que podía disponer, yo le hubiera dado la posibilidad de ser agresivo. Evidentemente, no pudiendo hasta entonces poseer, no tenía sentido de la agresividad, sino sólo de autodestrucción, y esto cuando atacaba a los otros niños.

A partir de ese día ya no se creyó obligado a hacer caca en sesión. Empleó sustitutos simbólicos: la arena. Tenía una gran confusión entre él mismo, los contenidos de su cuerpo, los objetos, los niños, los adultos que lo rodeaban. Sus estados de ansiedad, de agitación se hacían cada vez Mayores. En la vida, se volvía imposible. Yo misma asistía en sesión a verdaderos torbellinos en los que me costaba bastante trabajo intervenir.

Ese día, después de haber bebido un poco de leche, la tiró al suelo, luego tiró arena en la palangana de agua, llenó el biberón con arena y agua, agregó todo esto al orinal, y encima puso el muñeco de goma y el biberón. Me confió todo.

En ese momento, fue a abrir la puerta, y volvió con el rostro convulsionado de miedo. Cogió el biberón que estaba en el orinal y lo rompió, ensañándose con él hasta reducirlo a ínfimos pedacitos. Después los recogió cuidadosamente y los hundió en la arena del orinal. Se hallaba en tal estado que tuve que llevarle abajo, sintiendo que ya no podía hacer nada más por él. Se llevó el orinal. Un poco de arena cayó al suelo desencadenando en él un pánico inverosímil. Se vio obligado a recoger hasta la más mínima pizca, como si fuese un pedazo de sí mismo, y aullaba: ¡El lobo! ¡El lobo!

No pudo permanecer en la colectividad, no pudo soportar que ningún niño se acercara a su orinal. Debieron acostarlo en un estado de tensión intensa que sólo cedió, de manera espectacular, después de una irrupción diarreica, que extendió por todas partes con sus manos, en su cama y sobre las paredes.

Esta escena era tan patética, vivida con tal angustia, que yo estaba muy inquieta, y empecé a comprender la idea que él tenía de sí mismo.

La precisó al día siguiente, cuando debí frustrarlo, corrió a la ventana, la abrió, gritó ¡El lobo! ¡El lobo!, y viendo su imagen en el vidrio, la golpeó, gritando: ¡El lobo! ¡El lobo!

Roberto se representaba así, él era ¡El lobo! En su propia imagen la que golpea o la que evoca con tanta tensión. Ese orinal donde puso lo que entra en él y lo que sale, el pipí y la caca, después una imagen humana, la muñeca, luego los restos del biberón, eran verdaderamente una imagen de él mismo, semejante a la del lobo, como lo evidenció el pánico que tuvo cuando un poco de arena cayó al suelo. Sucesiva y simultáneamente, él era todos los elementos que puso en el orinal. Roberto no era más que una serie de objetos por los que entraba en contacto con la vida cotidiana, símbolos de los contenidos de su cuerpo. La arena es símbolo de las heces, el agua de la orina, la leche de lo que entra en su cuerpo. Pero la escena del orinal muestra que diferenciaba muy poco todo esto. Para él, todos los contenidos están unidos en el mismo sentimiento de destrucción permanente de su cuerpo, el cual, por oposición a esos contenidos, representa el continente -que simbolizó con el biberón roto- cuyos pedazos fueron enterrados entre esos contenidos destructores.

En la fase siguiente Roberto exorcizaba ¡El lobo! Digo exorcismo, porque este niño me daba la impresión de ser un poseído. Gracias a mi permanencia pudo exorcizar, con un poco de leche que había bebido, las escenas de la vida cotidiana que le hacían tanto daño.

En ese momento, mis interpretaciones tendieron, sobre todo, a diferenciar los contenidos de su cuerpo desde el punto de vista afectivo. La leche es lo que se recibe. La caca es lo que se da, y su valor depende de la leche que se ha recibido. El pipí es agresivo.

Numerosas sesiones se desarrollaron así. Cuando hacía pipí en el orinal, me anunciaba: Caca no, es pipí. Estaba desolado. Yo lo calmaba diciéndole que había recibido muy poco como para poder dar algo, sin que esto lo destruyera. Se tranquilizaba. Podía entonces vaciar el orinal en el cuarto de baño.

El vaciado del orinal se rodeaba de muchos ritos de protección. Comenzó vaciando la orina en el lavabo del W. C., dejando abierto el grifo de agua para poder así reemplazar la orina por agua. Llenaba el orinal, haciéndolo desbordar ampliamente como si un continente no tuviese existencia sino por su contenido, y debiese desbordar para, a su vez, contenerlo. Había allí una visión sincrética del ser en el tiempo, como continente y contenido, al igual que en la vida intrauterina.

Roberto recobraba aquí la imagen confusa que tenía de sí mismo. Vaciaba ese pipí y trataba de recuperarlo, persuadido de que era él quien se iba. Aullaba: ¡El lobo!, y el orinal sólo tenía realidad para él cuando estaba lleno. Toda mi actitud fue mostrarle la realidad del orinal, que seguía existiendo después de vaciado de su pipí; así como él, Roberto, permanecía después de haber hecho pipí, así como el grifo no era arrastrado por el agua que corre.

A través de estas interpretaciones, y de mi permanencia, Roberto introdujo progresivamente un lapso de tiempo entre el vaciado y el llenado, hasta el día en que pudo volver triunfante con un orinal vacío en sus brazos. Era visible que había adquirido idea de la permanencia de su cuerpo. Su ropa era para él su continente, y cuando se despojaba de ella, la muerte era segura. El momento de desvestirse era ocasión de verdaderas crisis; la última había durado tres horas, durante la misma el personal lo describía como poseído. Aullaba ¡El lobo! corriendo de una habitación a otra, extendiendo sobre los otros niños las heces que encontraba en sus orinales. Sólo se calmó cuando lo ataron.

Al día siguiente, vino a la sesión, comenzó a desvestirse en un estado de gran ansiedad y, completamente desnudo, subió a la cama. Fueron precisas tres sesiones para que llegara a beber un poco de leche, completamente desnudo, en la cama. Mostraba la ventana y la puerta, y golpeaba su imagen gritando: ¡El lobo!

Paralelamente, en la vida cotidiana, le era más fácil desvestirse, pero a continuación sufría una gran depresión. Se ponía a lloriquear por la noche sin razón, bajaba a hacerse consolar por la celadora, y se dormía en sus brazos.

Al final de esta fase, exorcizó conmigo el vaciado del orinal, así como el momento de desvestirse; mi permanencia había convertido la leche en un elemento constructivo. Pero, impulsado por la necesidad de construir un mínimo, no tocó el pasado, no contó más que con el presente de su vida cotidiana, como si estuviera privado de memoria.

En la fase siguiente, fui yo quien se convirtió en ¡El lobo!

Aprovecha la mínima construcción que ha logrado, para proyectar en mí todo el mal que había bebido y, de cierta manera, recuperar la memoria. Así podrá volverse progresivamente agresivo. Esto resultará trágico. Empujado por el pasado, es preciso que sea agresivo conmigo y, sin embargo, al mismo tiempo, soy en el presente la que necesita. Debo tranquilizarlo con mis interpretaciones, hablarle del pasado que lo obliga a ser agresivo, y asegurarle que esto no implica mi desaparición, ni su cambio de lugar, que siempre es tomado por él como un castigo.

Luego de estar agresivo conmigo, trata de destruirse. Trataba de romper el biberón que lo representaba. Yo le quitaba el biberón de las manos porque no estaba en condiciones de soportar romperlo. Retomaba entonces el curso de la sesión, y su agresividad contra mí proseguía.

En ese momento me hizo jugar el papel de la madre que lo hambreaba. Me obligó a sentarme en una silla donde tenía su vaso de leche, para que yo lo volcase, privándolo así de su alimento bueno. Se puso entonces a aullar: ¡El lobo!, tomó la cuna y el muñeco, y los arrojó por la ventana. Se volvió contra mí y, con gran violencia, me hizo tragar agua sucia gritando: ¡El lobo!, ¡El lobo! Este biberón representaba el alimento malo, y remitía a la separación de su madre, que lo había privado de alimento, y a todos los cambios de lugar que se le había obligado a soportar.

Paralelamente, me hizo jugar otro aspecto de la madre mala, el de la que se va. Una tarde me vio salir de la institución. Al día siguiente reaccionó aun cuando me había visto irme otras veces, sin ser capaz de expresar la emoción que podía sentir. Ese día hizo pipí encima mío en un estado de gran agresividad, y también de ansiedad.

Esta escena no era más que el preludio de una escena final, cuyo resultado fue cargarme definitivamente con todo el mal que había padecido, y proyectar sobre mí ¡El lobo!

Había tragado el biberón de agua sucia y recibido encima de mí su pipí agresivo justamente porque me iba. Yo era pues ¡El lobo! Roberto me separó de él durante una sesión encerrándome en el cuarto de baño, después volvió a la habitación de las sesiones, solo, subió a la cama vacía y se puso a gemir. No podía llamarme, y era preciso sin embargo, que yo volviese, pues yo era la persona permanente. Volví. Roberto estaba extendido, patético, el pulgar suspendido a dos centímetros de su boca. Y, por primera vez en una sesión, extendió sus brazos y se hizo consolar.

A partir de esta sesión, se percibió en la institución un cambio total de comportamiento.

Tuve la impresión de que Roberto había exorcizado a ¡El lobo!

A partir de ese momento ya no habló más de él y pudo pasar a la fase siguiente, la regresión intrauterina; es decir, la construcción de su cuerpo, del ego-body, que hasta entonces no había podido hacer.

Para emplear la dialéctica que él había empleado siempre, la de los contenidos-continentes, Roberto debía, para construirse ser mi contenido, pero debía asegurarse de mi posesión, es decir de su futuro continente.

Comenzó este período tomando un cubo lleno de agua, cuya asa era una cuerda. No podía soportar que la cuerda estuviera atada de los dos lados. La cuerda tenía que colgar de un lado. Me sorprendió que, al tener que anudar yo la cuerda para cargar el cubo, Roberto experimentara un dolor casi físico. Un día, colocó el cubo lleno de agua entre sus piernas, tomó la cuerda y llevó su extremidad a su ombligo. Tuve la impresión de que el cubo era yo, y que así se ataba a mí a través de un cordón umbilical. Después, volcó el contenido del cubo de agua, se desnudó totalmente, se tumbó en el agua en posición fetal, acurrucado, estirándose de vez en cuando, llegando hasta a abrir y cerrar la boca sobre el líquido, como un feto que bebe el líquido amniótico, así como lo han mostrado las últimas experiencias americanas. Yo tenía la impresión que, así, se iba construyendo.

Al comienzo estaba muy agitado, poco a poco tomó conciencia de cierta realidad placentera, y todo culminó en dos escenas capitales, actuadas con un recogimiento extraordinario, y una plenitud asombrosa, dado su edad y su estado.

En la primera escena, Roberto, desnudo frente a mí, recoge con sus dos manos unidas agua, la eleva a la altura de sus hombros y la hace correr a lo largo de su cuerpo. Recomienza de este modo varias veces, y me dice entonces, muy bajito: Roberto, Roberto.

A este bautismo por el agua-pues era un bautismo dado el recogimiento que ponía en él-le siguió un bautismo por la leche.

Comenzó jugando con el agua con más placer que recogimiento. Después tomó su vaso de leche y lo bebió. Luego repuso la tetina, y comenzó a hacer correr la leche del biberón a lo largo de su cuerpo. Como la cosa no iba suficientemente rápida, sacó la tetina, y volvió a empezar, haciendo correr la leche sobre su pecho, su vientre, y a lo largo de su pene con un intenso sentimiento de placer. Luego se volvió hacia mí, y me mostró el pene, tomándolo en su mano, con aire embelesado. Después bebió leche, poniéndosela así por encima y por dentro, de modo que el contenido fuera a la vez continente y contenido, volviendo a la misma escena que había jugado con el agua.

En la fase siguiente, Roberto pasa al estadio de construcción oral.

Este estadio es extremadamente difícil, muy complejo. En primer lugar, tiene cuatro años, y vive en el más primitivo de los estadios. Además, los otros niños que tengo entonces en tratamiento en esa institución son niñas, lo que para él constituye un problema. Por último, los patterns de conducta de Roberto no han desaparecido totalmente, y tienden a volver cada vez que hay frustración.

Tras el bautismo por el agua y por la leche, Roberto comenzó a vivir esa simbiosis que caracteriza la relación primitiva madre-hijo. Pero, normalmente, cuando el niño la vive verdaderamente, no existe ningún problema de sexo, al menos desde el recién nacido hacia su madre. Mientras que aquí había uno.

Roberto debía hacer una simbiosis con una madre femenina, lo que planteaba entonces el problema de la castración. El problema era llegar a recibir el alimento sin que esto acarreara su castración.

Primero vivió esta simbiosis en forma simple. Sentado en mis rodillas, Roberto comía. Después tomaba mi anillo y mi reloj y se los ponía, o bien tomaba un lápiz de mi bata y lo rompía con sus dientes. Entonces, se lo interpreté. Esta identificación con una madre fálica castradera quedó desde ese momento, en el plano del pasado, se acompañó de una agresividad reactiva cuyas motivaciones evolucionaron. Ya no rompía la mina del lápiz sino para castigarse por esta agresividad.

Más adelante, pudo beber la leche del biberón, en mis brazos, pero él mismo sostenía el biberón. Sólo más tarde pudo soportar que yo sostuviera el biberón, como si todo el pasado le impidiese recibir en él, de mí, el contenido de un objeto tan esencial.

Su deseo de simbiosis estaba aún en conflicto con su pasado. Esto explica que utilizara el rodeo de darse a sí mismo el biberón. Pero a medida que experimentaba-a través de otros alimentos como papillas o tortas-que el alimento que recibía de mí en esa simbiosis no lo transformaba en una niña, pudo entonces recibirlo.

Intentó primero, compartiendo conmigo, diferenciarse de mí. Me daba de comer mientras decía, palpándose: Roberto; luego me palpaba y decía: No Roberto. Utilicé mucho esto en mis interpretaciones para ayudarlo a diferenciarse. La situación dejó entonces de ser sólo entre él y yo; Roberto dio cabida a las niñas que yo tenía en tratamiento.

Era un problema de castración, pues sabía que antes y después de él, una niña subía a sesión conmigo. La lógica emocional quería pues que él se hiciese niña, puesto que era una niña la que rompía la simbiosis conmigo, que le era necesaria. La puso en escena de diferentes modos, haciendo pipí sentado en el orinal, o bien haciéndolo de pie pero mostrándose agresivo.

Roberto era ahora capaz de recibir, y capaz de dar. Me dio su caca sin temor de ser castrado por ese don.
Llegamos entonces a un nivel del tratamiento que puede resumirse así: el contenido de su cuerpo ya no es destructor, malo; Roberto es capaz de expresar su agresividad haciendo pipí de pie, y sin que la existencia e integridad del continente, es decir del cuerpo, sean cuestionadas.

El Q.D. del Gessell pasó de 43 a 89, y en el Terman Merrill tiene un C.I. de 75. El cuadro clínico cambió, las perturbaciones motoras han desaparecido, el prognatismo también. Se ha vuelto amistoso con los otros niños, a menudo protector de los más pequeños. Se puede empezar a integrarlo en actividades grupales. Sólo el lenguaje permanece rudimentario: Roberto nunca estructura frases, sólo emplea las palabras esenciales.

Me fui luego de vacaciones. Estuve ausente dos meses.

A mi regreso, Roberto monta una escena que muestra la coexistencia en él de los patterns del pasado y de la construcción presente.

Durante mi ausencia su comportamiento siguió siendo idéntico; expresaba en su antiguo modo, pero en forma muy rica a causa de lo adquirido, lo que la separación representaba para él: su temor de perderme.
Cuando regresé, vació como para destruirlos, la leche, su pipí, su caca, después se quitó el delantal y lo tiró al agua. Destruyó así su antiguo contenido y su antiguo continente, vueltos a encontrar a través del traumatismo de mi ausencia.

Al día siguiente, desbordado por su reacción psicológica, Roberto se expresaba en el plano somático: diarrea profusa, vómitos, síncope. Se vaciaba completamente de su imagen pasada. Sólo mi permanencia podía constituir el enlace con una nueva imagen de sí mismo, como un nuevo nacimiento.

En ese momento, adquirió una nueva imagen de sí mismo. Lo vemos en sesión volver a poner en escena antiguos traumatismos que ignorábamos. Roberto bebe el biberón, pone la tetina en su oreja, y rompe luego, con gran violencia, el biberón.

Sin embargo, fue capaz de hacerlo sin que la integridad de su cuerpo sufriera por ello. Se separó de su símbolo del biberón y pudo expresarse a través de él en tanto que objeto. Esta sesión que repitió dos veces, fue tan impresionante que investigué cómo se había desarrollado la antrotomía sufrida a los cinco meses. Supimos entonces que, en el servicio de O.R.L. donde fue operado, no le anestesiaron y que, durante la dolorosa operación le mantuvieron por la fuerza un biberón de agua azucarada en la boca.

Este episodio traumático esclareció la imagen que Roberto había construido de una madre que hambreaba, violenta, paranoica, peligrosa, que seguramente le atacaba. Después de la separación, un biberón mantenido por la fuerza, haciéndole tragar sus gritos. La alimentación con sonda, veinticinco cambios sucesivos. Tuve la impresión de que el drama de Roberto era que todos sus fantasmas oral-sádicos se habían realizado en sus condiciones de existencia. Sus fantasmas se habían convertido en realidad.

Por último, debí confrontarlo con una realidad. Estuve ausente durante un año, y volví encinta de ocho meses. Me vio encinta. Comenzó poniendo en escena fantasmas de destrucción de ese niño.

Desaparecí a causa del parto. Durante mi ausencia, mi marido lo tomó en tratamiento, y Roberto puso en escena la destrucción del niño. Cuando regresé me vio sin vientre y sin niño. Estaba pues convencido que sus fantasmas se habían hecho realidad, que había matado al niño, y que por lo tanto yo iba a matarlo.

Estuvo sumamente agitado esos últimos quince días, hasta el día en que pudo decírmelo. Entonces, lo confronté con la realidad. Le traje a mi hija, para que pudiese ahora hacer la ruptura. Su estado de agitación cesó de golpe, y cuando lo volví a ver, al día siguiente, empezó, por fin, a expresarme sentimientos de celos. 

Se aferraba a algo vivo y no a la muerte.

Este niño había permanecido siempre en el estadio en el que los fantasmas eran realidad. Esto explica que sus fantasmas de construcción intrauterina hayan sido realidad en el tratamiento, y que haya podido hacer una asombrosa construcción. Si hubiese estado más allá de ese estadio, yo no hubiera podido obtener esa construcción de sí mismo.

Como decía ayer, tuve la impresión de que este niño había caído bajo el efecto de lo real, que al comienzo no había en él función simbólica alguna, y menos aún función imaginaria.
Tenía al menos dos palabras.

SR. HYPPOLITE: Quisiera plantear una pregunta sobre la palabra El lobo. ¿De dónde salió El lobo?

SRA. LEFORT: En las instituciones infantiles, a menudo las enfermeras asustan a los niños con el lobo. En la institución donde lo tomé en tratamiento, los niños fueron encerrados-un día que estaban insoportables-en la sala de juegos, y una enfermera salió e imitó el grito del lobo para que se portaran bien.

SR. HYPPOLITE: Quedaría por explicar por qué el miedo al lobo se fijó en él, como en muchos otros niños.

SRA. LEFORT: El lobo era evidentemente, en parte, la madre devorante.

SR. HYPPOLITE: ¿ Cree usted que el lobo es siempre la madre devorante?

SRA. LEFORT: En las historias infantiles siempre se dice que el lobo va a comer. En el estadio sádico-oral, el niño tiene deseos de comer a su madre, y piensa que su madre va a comerle. Su madre se convierte en lobo. Creo que aquí está, probablemente, pero no estoy segura, la génesis. Hay en la historia de este niño muchas cosas ignoradas, que no he podido saber. Cuando quería ser agresivo conmigo no se ponía en cuatro patas, ni ladraba. Ahora lo hace. Ahora sabe que es un ser humano, pero de vez en cuando necesita identificarse a un animal, como lo hace un niño de dieciocho meses. Y cuando quiere ser agresivo, se pone en cuatro patas, y hace uuh, uuh, sin la menor angustia. Después se incorpora y sigue el curso de la sesión. Sólo puede expresar su agresividad en ese estadio.

SR. HYPPOLITE: Sí, entre zwingen y bezwingen. Se trata de la diferencia que existe entre la palabra en que hay coerción, y aquella en la que no la hay. La compulsión, Zwang, es el lobo el que le produce angustia, y la angustia superada, Bezwingung, es el momento en que juega al lobo.

SRA. LEFORT: Sí, estoy de acuerdo.

domingo, 11 de septiembre de 2011

martes, 6 de septiembre de 2011

HOMENAJE A UN ARTISTA


AL DESCONOCIDO

Al Desconocido

Rosendo Rodríguez Fernández

Para el viejo amigo Jairo, visitante de la tierra de México.

La noche es un beso infinito de las tinieblas infinitas.
Todo se funde en ese beso,
todo arde en esos labios sin límites,
y el nombre y la memoria
son un poco de ceniza y olvido
en esa entraña que sueña.
                                               Fragmento de “El Desconocido”, de Octavio Paz.

Una noche de quinientos años, fue pronosticada por el último emperador azteca, Cuauhtémoc. Un poco de oídas, y por lo que circula en el mundo de la virtualidad, pero también precisamente en la obra de Garry Jennings, “Azteca”[1], todo un universo se eclipsó sin los gritos de agonía que esperaba Cortés del Huey Tlatoani, quemado por los pies, hasta su paso a otra conciencia. El director Alfonso Arau, en su “Zapata, el sueño del héroe”[2], plantea que el espíritu de los antiguos aztecas dio vida a la revolución del sur de México, que alcanzó su apogeo con la entrada del general a la capital, en 1914. Ese año, el primero de la Gran Guerra europea, el terreno militar trazado con sangre mexicana se fue delineando a favor del nuevo gobierno, del que el personaje de Arau sabe muy bien que no quiere participar, en tanto que se trata de una degeneración de la revolución. Frases contundentes, como que “no hay revolucionario que aguante un cañonazo de 50.000 pesos” denuncian el triste precio del alma, a la vez que señalan la eternidad de Cuauhtémoc.

Un legado, el del maíz fecundo en la sangre. Una denuncia: alimento de vacas de hacienda de última tecnología al norte del Río Grande. Mestizos, sin saber, después de todo, si responder al cristianismo de los abuelos de línea hispánica, o a los antiguos dioses mexica, el drama de esas tierras repite un esquema, una y otra vez, propio de lo que se ha dado en llamar América Latina. Como una miríada de identidades fracturadas en la noche del tiempo, con las infecciones de Pizarro en el Perú, y Cortés con su Malinche, la traición es la regla del nuevo americano, pues no hay Padre, o tal vez hay mucho Padre, lo cual, para el caso, es peor.

Almas mezquinas, florecen en empresas cuya grandeza es obediente a la vieja y olvidada conquista. Se prefiere olvidar, y vivir el confort dudoso de los días del presente, y no saber de orígenes ni abuelos asesinos, o de tatarabuelas putas que llegaron por Cartagena con aire de señoras. De águilas a vencejos, se quejaba uno de los poetas de la apodada heroica, en que la sangre bulle por el hotel y la playa, y por unas cuantas gotas de ron, antes que por el honor de Lezo, o por algún sueño moribundo de abuelo de los Mil Días.

Se ha olvidado, en medio de tanta luz de la Razón, y tanta admiración por los dueños del Cielo y de la Tierra, a esos otros del Otrocidio, el término de Eduardo Galeano que apunta a los siglos de desprecio, a los otros abuelos cuyas lenguas han muerto, y solo retornan en sueños locos de cineasta o en afanes de psicótico transpersonal.

¿Qué decir de ese hijo que quiere olvidar? ¿Qué decir del Americano que detesta su origen cubierto de sangre y violación por las décadas del rencor mezquino y la pequeña venganza? ¿Por qué no va a entregar aquello que ya no es sagrado, al fuego fatuo del posmoderno capital?

Que no se olvide el nuevo dueño de la tierra, de la personalidad y la nacionalidad (transnacional), que es hijo de un crimen, y que su semilla está condenada por la limpieza étnica, por un racismo incólume a la investigación, y una victimización que siempre desemboca en el terreno del Derecho.

Ley de Justicia y Paz que es Ley de Olvido y Rencor. No olvidemos que el colombiano es el fruto macerado de la violencia de la espada y la cruz, y los gérmenes de la guerra biológica. Como en todas partes del Nuevo Mundo, lo nuevo de la Guerra, la Esclavitud y las Pandemias, se debate en nombrarlo genocidio o catástrofe demográfica.

¿Qué importa cuál abuelo mató a cuál? Si el resultado es un hijo de asesino y de víctima, ¿A dónde se inclinará su fidelidad? Vete acomodando, maldito infeliz, que estás listo ahora para tratar de ser lo que no eres.

El hombre de la actualidad, está listo para ser simpático con Obama y su democracia, o con la democracia europea, y con toda su ideología de la superioridad racial, enmascarada en el posmodernismo. Peor, listos a consumir de nuevo sabidurías y verborreas que llegan ahora por internet.

Dediquen pues, almas mezquinas, sus esfuerzos a sostener la máquina del olvido, y a mantener en prisión los remordimientos y las injurias, para que su mundo de playas y mujeres sin bikini sea su horizonte ontológico y su verdad de a puño. ¿Qué les puede importar, después de todo, que un loco como yo, los odie tanto?

Septiembre, 2011.


[1] Novela histórica, publicada en 1980 por Editorial Vergara, Estados Unidos de América.
[2] Film de 2004, producida por el propio Arau y Javier Rodríguez.