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jueves, 24 de julio de 2014

ELLA Y ÉL: AQUELLOS

Por: Sergio Malagón P.

Él

Un día cuando volvía a su casa, por primera vez la vio. Estaba sentada en la sala con las piernas abiertas, llevaba una minifalda y un saco negro, su cara lívida se escondía tras un velo oscuro y sus piernas eran largas y famélicas. No le pareció extraño verla sentada a ella en sala de su casa, siguió a su habitación y luego volvió a la sala pero ella ya no estaba. En la noche se preguntó a si mismo cuál era la razón de no haberle hablado a aquella mujer que lo esperaba la sala y luego pensó que ni siquiera le había preocupado el hecho de una mujer extraña a quien no conocía hubiese podido entrar a su casa. La cual cuando él llego seguía cerrada con llave como cuando salió por la mañana.

Otra tarde, de esas tardes de agosto cuando el viento juega con los árboles y las hojas se estremecen hacia el suelo con vehemencia, la volvió a ver, esta ella sentada en la sala de su casa, en la misma posición de la vez pasada, con su velo que le cubría toda la cara, esta vez quiso hablarle pero apenas pronuncio un simple “hola” ella lo miro como si no hubiera nada, como mirando a través de él. En ese instante el semblante de él cambio y temió importunarla con sus palabras así que se calló y siguió a su habitación pero cuando volvió a la sala ella ya no estaba.

Días pasaron persiguiéndose siempre con la misma cara larga y otra vez más la volvió a ver. En el retrovisor de su carro cuando él se disponía a volver de su trabajo a la casa. No le preocupo preguntarse cómo había entrado ella al carro, incluso se alegró de tener compañía camino a casa. Él se armó de valor para invitarla a pasar a su casa pero cuando volvió a mirar el retrovisor ella ya no estaba,  solo había una rosa negra con pétalos  inmarcesibles en el asiento trasero.

Ella

Un día cuando volvía a su casa, por primera vez lo vio. Estaba sentado en la sala con las piernas cruzadas, llevaba un pantalón  y un saco negro, su cara lívida se escondía tras un sombrero oscuro y sus piernas eran largas y delgadas. No le pareció extraño verlo sentado a él en sala de su casa, siguió a su habitación y luego volvió a la sala pero él  ya no estaba. En la noche se preguntó a si misma cuál era la razón de no haberle hablado a aquel hombre que la esperaba la sala y luego pensó que ni siquiera le había preocupado el hecho de un hombre extraño a quien no conocía hubiese podido entrar a su casa. La cual cuando ella llego seguía cerrada con llave como cuando salió por la mañana.

Otra tarde, de esas tardes de agosto cuando el viento juega con los árboles y las hojas se estremecen hacia el suelo con vehemencia, lo volvió a ver, estaba él sentado en la sala de su casa, en la misma posición de la vez pasada, con su sombrero que no permitía ver los rasgos de su cara, esta vez quiso hablarle pero apenas pronuncio un simple “hola” él la miro como si no hubiera nada, como mirando a través de ella. En ese instante el semblante de ella cambio y temió importunarlo con sus palabras así que se calló y siguió a su habitación pero cuando volvió a la sala él  ya no estaba.

Días pasaron persiguiéndose siempre con la misma cara larga y otra vez más lo volvió a ver. En el retrovisor de su carro cuando ella se disponía a volver de su trabajo a la casa. No le preocupo preguntarse cómo había entrado él al carro, incluso se alegró de tener compañía camino a casa. Ella se armó de valor para invitarlo a pasar a su casa pero cuando volvió a mirar el retrovisor él ya no estaba, solo había una rosa negra con pétalos inmarcesibles en el asiento trasero.

Aquellos

Él soñó con el cuerpo de ella, ella con el cuerpo de él, nunca se habían visto a la cara pero se imaginaban, divagaban sobre sus rasgos y nunca se les pasó preguntarse porqué se aparecían de traje negro.

Ella como tentando al destino esa noche, cogió una de sus cajas de antidepresivos, saco todos los que habían y con una copa de whiskey se los mando adentro.

Él como tentando al destino esa noche, cogió una de sus cajas de antidepresivos, saco todos los que había, los contempló, no cabían en su puño, sin tomar nada se los tragó uno por uno.

Ella saco de su armario un viejo vestido que había usado en el entierro de su madre, era una minifalda negra con una blusa negra,  un saco y un velo.

Él abrió su closet busco entre toda su ropa algo elegante, se encontró un viejo traje que había usado para el entierro de su padre, este traje era negro con pantalón y chaqueta y un sombrero que tapaba los rasgos de su cara.

Mientras aún tenían consciencia aquellos salieron de sus casas, tomaron sus autos, llegaron a algún bar y se esperaron sin nunca llegar. Cuando la campana de la iglesia marco las doce fueron al puente más cercano. Se detuvieron, miraron la luna como si nunca la hubieran mirado, sintieron  ganas de aullarle, estaba excelsa en el firmamento, pusieron algo de buena música en sus carros quizá  Blues y miraron la luna por alguna extraña razón sintieron París. Luego de un rato miraron al fondo. Un caudaloso rio de imponte caudal se abalanzaba debajo, miraron por todos lados, la noche estaba fosca y no había nadie, pensaron aquellos de pronto en el silencio que respiraban los árboles, la noche y la ciudad. Nadie preguntaría por aquellos así que decidieron saltar.

Al otro día un titular de un periódico que yo estaba leyendo decía: “Pareja se  ha suicidado”.

Leí la noticia sin mucha atención  y decía algo así:

Esta mañana oficiales encontraron en la orilla del rio dos cadáveres. Se presume que aquellos eran una pareja. La autopsia revelo agua en sus pulmones y además una cantidad elevada de antidepresivos en sus estómagos. No se tiene ningún dato de quienes eran aquellos, no poseían ningún documento de identificación y no había registro alguno de sus huellas digitales.


¡Ah! Y además decía que junto con ellos se encontró una extraña rosa de color negro que abría sus pétalos a la vida.

viernes, 4 de abril de 2014

LA MUJER Y EL SISTEMA DE PRODUCCIÓN

Por: Jairo Báez

¿Qué hay en la mujer, que termina siendo, definitivamente, el imperio y decisoria de los imperios?; esto es, quien define todo el proceder humano. Ningún sistema de producción es ajeno al imperio de la mujer sobre el poderoso, sobre aquel que tiene facilidad de acceso a lo preciado y el deseo de los necesitados en cualquier sistema de producción; la mujer, en convergencia directa con eso indescifrable, la belleza, termina por ser eso fundamental que decide en todo sistema de producción hasta ahora concebido. 

Los hombres, en su condición de portadores y sostenedores del sistema, sucumben ante el poderío de la mujer que atrae con su belleza; belleza que, muy y a pesar de lo que se ha dicho y se diga, en términos de la subjetividad que la concibe, pueda ser ubicable en toda mujer y por el hecho de ser mujer; no se está enunciando acá la feminidad, la sexualidad, ni tampoco la maternidad que acompaña a la mujer, sino la esencia misma de la mujer y cuyo único referente es su belleza.

 Esencia de la mujer que hasta ahora se opone a todo lo demás existente y le da su calidad de objeto a, para todo hombre y nadie ni ningún objeto puede usurpar; esencia de la mujer que hace mantener un sistema de producción o desintegrarlo lenta o rápidamente.  Esa belleza solamente propia de ella y de la cual Platón solo dio los primeros pasos en su ubicación y concepción.


¿Cuál es, por excelencia, la esencia misma de la mujer? La pregunta apunta a la atracción que ejerce sobre el hombre y que lo obliga a arriesgar su vida y la vida misma de la mujer, en su afán de posesión. Necesariamente, esa atracción o esencia ha de superar el deseo sexual y la aptitud a la maternidad pues estas quedan rápidamente rebasadas y puestas en entredicho como lo fundamental de lo que implica el ser mujer. 

Se podría pensar en la belleza; pero en una belleza muy singular y muy propia a ella que se mantiene aún en total misterio. Sin embargo, decir belleza y decir atracción sería lo mismo y, en tal sentido, todo objeto cuenta con su belleza particular y hoy, lo que nos convoca es la atracción única y propia de la mujer.

Qué sea el remanso del sufrimiento del hombre, el aquietamiento del mal sufrido queda en vilo, pues se podría decir que la atracción de la mujer pasa por el sufrimiento redivivo de él. Podría acaso ser su volubilidad en el carácter que la hace cambiar tan rápidamente de opinión y proceder, pasando del amor al odio, de una acción a otra totalmente contraria; señalar los defectos menos sospechados de alguien o algo para luego ensalzarle en determinadas condiciones, no fácilmente discernibles, acentuados dotes que difícilmente otro pueda detectar.

Si es veraz que del amor al odio no hay sino un paso, en el caso de la mujer solo existe medio.