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sábado, 17 de febrero de 2018

UN PAÍS AL ALCANCE DE LOS NIÑOS

Por: Gabriel García Márquez

Los primeros españoles que vinieron al Nuevo Mundo vivían aturdidos por el canto de los pájaros, se mareaban con la pureza de los olores y agotaron en pocos años una especie exquisita de perros mudos que los indígenas criaban para comer. Muchos de ellos, y otros que llegarían después, eran criminales rasos en libertad condicional, que no tenían más razones para quedarse. Menos razones tendrían muy pronto los nativos para querer que se quedaran.

Cristóbal Colón, respaldado por una carta de los reyes de España para el emperador de China, había descubierto aquel paraíso por un error geográfico que cambió el rumbo de la historia. La víspera de su llegada, antes de oír el vuelo de las primeras aves en la oscuridad del océano, había percibido en el viento una fragancia de flores de la tierra que le pareció la cosa más dulce del mundo. En su diario de a bordo escribió que los nativos los recibieron en la playa como sus madres los parieron, que eran hermosos y de buena índole, y tan cándidos de natura, que cambiaban cuanto tenían por collares de colores y sonajas de latón. Pero su corazón perdió los estribos cuando descubrió que sus narigueras eran de oro, al igual que las pulseras, los collares, los aretes y las tobilleras; que tenían campanas de oro para jugar, y que algunos ocultaban sus vergüenzas con una cápsula de oro. Fue aquel esplendor ornamental, y no sus valores humanos, lo que condenó a los nativos a ser protagonistas del nuevo Génesis que empezaba aquel día. Muchos de ellos murieron sin saber de dónde habían venido los invasores. Muchos de éstos murieron sin saber dónde estaban. Cinco siglos después, los descendientes de ambos no acabamos de saber quiénes somos.

Era un mundo más descubierto de lo que se creyó entonces. Los incas, con diez millones de habitantes, tenían un estado legendario bien constituido, con ciudades monumentales en las cumbres andinas para tocar al dios solar. Tenían sistemas magistrales de cuenta y razón, y archivos y memorias de uso popular, que sorprendieron a los matemáticos de Europa, y un culto laborioso de las artes públicas, cuya obra magna fue el jardín del palacio imperial, con árboles y animales de oro y plata en tamaño natural. Los aztecas y los mayas habían plasmado su conciencia histórica en pirámides sagradas entre volcanes acezantes, y tenían emperadores clarividentes, astrónomos insignes y artesanos sabios que desconocían el uso industrial de la rueda, pero la utilizaban en los juguetes de los niños.

En la esquina de los dos grandes océanos se extendían cuarenta mil leguas cuadradas que Colón entrevió apenas en su cuarto viaje, y que hoy llevan su nombre: Colombia. Lo habitaban desde hacía unos doce mil años varias comunidades dispersas de lenguas diferentes y culturas distintas, y con sus identidades propias bien definidas. No tenían una noción de estado, ni unidad política entre ellas, pero habían descubierto el prodigio político de vivir como iguales en las diferencias. Tenían sistemas antiguos de ciencia y educación, y una rica cosmología vinculada a sus obras de orfebres geniales y alfareros inspirados. Su madurez creativa se había propuesto incorporar el arte a la vida cotidiana --que tal vez sea el destino superior de las artes-- y lo consiguieron con aciertos inemorables, tanto en los utensilios domésticos como en el modo de ser. El oro y las piedras preciosas no tenían para ellos un valor de cambio sino un poder cosmológico y artístico, pero los españoles los vieron con los ojos de Occidente: oro y piedras preciosas de sobra para dejar sin oficio a los alquimistas y empedrar los caminos del cielo con doblones de a cuatro. Esa fue la razón y la fuerza de la Conquista y la Colonia, y el origen real de lo que somos.

Tuvo que transcurrir un siglo para que los españoles conformaran el estado colonial, con un solo nombre, una sola lengua y un solo dios. 

Sus límites y su división política de doce provincias eran semejantes a los de hoy. Esto dio por primera vez la noción de un país centralista. y burocratizado, y creó la ilusión de una unidad nacional en el soporte de la Colonia. Ilusión pura, en una sociedad que era un modelo oscurantista de discriminación racial y violencia larvada, bajo el manto del Santo Oficio. Los tres o cuatro millones de indios que encontraron los españoles estaban reducidos a no más de un millón por la crueldad de los conquistadores y las. enfermedades desconocidas que trajeron consigo. Pero el mestizaje era ya una fuerza demográfica incontenible. Los miles de esclavos africanos, traídos por la fuerza para los trabajos bárbaros de minas y haciendas, habían aportado una tercera dignidad al caldo criollo, con nuevos rituales de imaginación y nostalgia, y otros dioses remotos. Pero las leyes de Indias habían impuesto patrones milimétricos de segregación según el grado de sangre blanca dentro a cada raza: mestizos de distinciones varias, negros esclavos, negros libertos, mulatos de distintas escalas. Llegaron a distinguirse hasta dieciocho grados de mestizos, y los mismos blancos españoles segregaron a sus propios hijos como blancos criollos.

Los mestizos estaban descalificados para ciertos cargos de mando y gobierno y otros oficios públicos, o para ingresar en colegios y seminarios. Los negros carecían de todo, inclusive dé un alma; no tenían derecho a entrar en el cielo ni en el infierno, y su sangre se consideraba impura hasta que fuera decantada por cuatro generaciones de blancos. Semejantes leyes no pudieron aplicarse con demasiado rigor por la dificultad de distinguir las intrincadas fronteras de las razas, y por la misma dinámica social del mestizaje, pero de todos modos aumentaron las tensiones y la violencia raciales. Hasta hace pocos años no se aceptaban todavía en los colegios de Colombia a los hijos de uniones libres. Los negros, iguales en la ley, padecen todavía de muchas. discriminaciones, además de las propias de la pobreza.

La generación de la Independencia perdió la primera oportunidad de liquidar esa herencia abominable. Aquella pléyade de jóvenes románticos inspirados en las luces de la revolución francesa, instauré una república moderna de buenas intenciones, pero no logró eliminar los residuos de la Colonia. Ellos mismos no estuvieron a salvo de sus hados maléficos. Simón Bolívar, a los 35 años, había dado la orden de ejecutar ochocientos prisioneros españoles, inclusive a los enfermos de un hospital. Francisco de Paula Santander, a los 28, hizo fusilar a prisioneros de la batalla de Boyacá, inclusive a su comandante. Algunos de los buenos propósitos de la república propiciaron de soslayo nuevas tensiones sociales de pobres y ricos, obreros y artesanos y otros grupos marginales. La ferocidad de las guerras civiles del siglo XIX no fue ajena a esas desigualdades, como no lo fueron las numerosas conmociones políticas que han dejado un rastro de sangre a lo largo de nuestra historia.

Dos dones naturales nos han ayudado a sortear ese sino funesto, a suplir los vacíos de nuestra condición cultural y social, y a buscar a tientas nuestra identidad. Uno es el don de la creatividad, expresión superior de la inteligencia humana. El otro es una abrasadora determinación de ascenso personal. Ambos, ayudados por una astucia casi sobrenatural, y tan útil para el bien como para el mal, fueron un recurso providencial de los indígenas contra los españoles desde el día mismo del desembarco. Para quitárselos de encima, mandaron a Colón de isla en isla, siempre a la isla siguiente, en busca de un rey vestido de oro que no había existido nunca. A los conquistadores alucinados por las novelas de caballería los engatusaron con descripciones de ciudades fantásticas construidas en oro puro, allí mismo, al otro lado de la loma. A todos los descaminaron con la fábula de El Dorado mítico que una vez al año se sumergía en su laguna sagrada con el cuerpo empolvado de oro. Tres obras maestras de una epopeya nacional, utilizadas por los indígenas como un instrumento para sobrevivir. Tal vez de esos talentos precolombinos nos viene también una plasticidad extraordinaria para asimilarnos con rapidez a cualquier medio y aprender sin dolor los oficios más disímiles: fakires en la India, camelleros en el Sahara o maestros de inglés en Nueva York.

Del lado hispánico, en cambio, tal vez nos venga el ser emigrantes congénitos con un espíritu de aventura que no elude los riesgos. Todo lo contrario: los buscamos. De unos cinco millones de colombianos que viven en el exterior, la inmensa mayoría se fue a buscar fortuna sin más recursos que la temeridad, y hoy están en todas panes, por las buenas o por las malas razones, haciendo lo mejoro lo peor, pero nunca inadvertidos. La cualidad con que se les distingue en el folclor del mundo entero es que ningún colombiano se deja morir de hambre. Sin embargo, la virtud que más se les nota es que nunca fueron tan colombianos como al sentirse lejos de Colombia.

Así es. Han asimilado las costumbres y las lenguas de otros como las propias, pero nunca han podido sacudirse del corazón las cenizas de la nostalgia, y no pierden ocasión de expresarlo con toda clase de actos patrióticos para exaltar lo que añoran de la tierra distante, inclusive sus defectos. En el país menos pensado puede encontrarse a la vuelta de una esquina la reproducción en vivo de un rincón cualquiera de Colombia: la plaza de árboles polvorientos todavía con las guirnaldas de papel del último viernes fragoroso, la fonda con el nombre del pueblo inolvidado y los aromas desgarradores de la cocina de mamá, la escuela 20 de Julio junto a la cantina 7 de Agosto con la música para llorar por la novia que nunca fue.

La paradoja es que estos conquistadores nostálgicos, como sus antepasados, nacieron en un país de puertas cerradas. Los libertadores trataron de abrirlas a los nuevos vientos de Inglaterra y Francia, a las doctrinas jurídicas y éticas de Bentham, a la educación de Lancaster, al aprendizaje de las lenguas, a la popularización de las ciencias y las artes, para borrar los vicios de una España más papista que el papa y todavía escaldada por el acoso financiero de los judíos y por ochocientos años de ocupación islámica. Los radicales del siglo XIX, y más tarde la Generación del Centenario, volvieron a proponérselo con políticas de inmigraciones masivas para enriquecer la cultura del mestizaje, pero unas y otras se frustraron por un temor casi teológico de los demonios exteriores. Aún hoy estamos lejos de imaginar cuánto dependemos del vasto mundo que ignoramos.

Somos conscientes de nuestros males, pero nos hemos desgastado luchando contra los síntomas mientras las causas se eternizan. Nos han escrito y oficializado una versión complaciente de la historia, hecha más para esconder que. para clarificar, en la cual se perpetúan vicios originales, se ganan batallas que nunca se dieron y se sacralizan glorias que nunca merecimos. Pues nos complacemos en el ensueño de que la historia no se parezca a la Colombia en que vivimos, sino que Colombia termine por parecerse a su historia escrita.

Por lo mismo, nuestra educación conformista y represiva parece concebida para que los niños se adapten por la fuerza a un país que no fue pensado para ellos, en lugar de poner el país al alcance de ellos para que lo transformen y engrandezcan. Semejante despropósito restringe la creatividad y la intuición congénitas, y contraría la imaginación, la clarividencia precoz y la sabiduría del corazón, hasta que los niños olviden lo que sin duda saben de nacimiento: que la realidad no termina donde dicen los textos, que su concepción del mundo es más acorde con la naturaleza que la de los adultos, y que la vida sería más larga y feliz si cada quien pudiera trabajar en lo que le gusta, y sólo en eso.

Esta encrucijada de destinos ha forjado una patria densa e indescifrable donde lo inverosímil es la única medida de la realidad. Nuestra insignia es la desmesura. En todo: en lo bueno y en lo malo, en el amor y en el odio, en el júbilo de un triunfo y en la amargura de una derrota. Destruimos a los ídolos con la misma pasión con que los creamos, Somos intuitivos, autodidactas espontáneos y rápidos, y trabajadores encarnizados, pero nos enloquece la sola idea del dinero fácil. Tenemos en el mismo corazón la misma cantidad de rencor político y de olvido histórico. Un éxito resonante o una derrota deportiva pueden costarnos tantos muertos como un desastre aéreo. Por la misma causa somos una sociedad sentimental en la que prima el gesto sobre la reflexión, el ímpetu sobre la razón, el calor humano sobre la desconfianza. Tenemos un amor casi irracional por la vida, pero nos matamos unos a otros por las ansias de vivir. Al autor de los crímenes más terribles lo pierde una debilidad sentimental. De otro modo: al colombiano sin corazón lo pierde el corazón.

Pues somos dos países a la vez: uno en el papel y otro en la realidad. Aunque somos precursores de las ciencias en América, seguimos viendo a los científicos en su estado medieval de brujos herméticos, cuando ya quedan muy pocas cosas en la vida diaria que no sean un milagro de la ciencia. En cada uno de nosotros cohabitan, de la manera más arbitraria, la justicia y la impunidad; somos fanáticos del legalismo, pero llevamos bien despierto en el alma un leguleyo de mano maestra para burlar las leyes sin violarlas, o para violarlas sin castigo. Amamos a los perros, tapizamos de rosas el mundo, morimos de amor por la patria, pero ignoramos la desaparición de seis especies animales cada hora del día y de la noche por la devastación criminal de los bosques tropicales, y nosotros mismos hemos destruido sin remedio uno de los grandes ríos del planeta. Nos indigna la mala imagen del país en el exterior, pero no nos atrevemos a admitir que muchas veces la realidad es peor. Somos capaces de los actos más nobles y de los más abyectos, de poemas sublimes y asesinatos dementes, de funerales jubilosos y parrandas mortales. No porque unos seamos buenos y otros malos, sino porque todos participamos de ambos extremos. Llegado el caso --y Dios nos libre-- todos somos capaces de todo.

Tal vez una reflexión más profunda nos permitiría establecer hasta qué punto este modo de ser nos viene de que seguimos siendo en esencia la misma sociedad excluyente, formalista y ensimismada de la Colonia. Tal vez una más serena nos permitiría descubrir que nuestra violencia histórica es la dinámica sobrante de nuestra guerra eterna contra la adversidad. Tal vez estemos pervertidos por un sistema que nos incita a vivir como ricos mientras el cuarenta por ciento de la población malvive en la miseria, y nos ha fomentado una noción instantánea y resbaladiza de la felicidad: queremos siempre un poco más de lo que ya tenemos, más y más de lo que parecía imposible, mucho más de lo que cabe dentro de la ley, y lo conseguimos como sea: aun contra la ley. Conscientes de que ningún gobierno será capaz de complacer esta ansiedad, hemos terminado por ser incrédulos, abstencionistas e ingobernables, y de un individualismo solitario por el que cada uno de nosotros. Piensa que sólo depende de sí mismo. Razones de sobra para seguir preguntándonos quiénes somos, y cuál es la cara con que queremos ser reconocidos en el tercer milenio.

La Misión de Ciencia, Educación y Desarrollo no ha pretendido una respuesta, pero ha querido diseñar una carta de navegación que tal vez ayude a encontrarla. Creemos que las condiciones están dadas como nunca para el cambio social, y que la educación será su órgano maestro. Una educación desde la cuna hasta la tumba, inconforme y reflexiva, que nos inspire un nuevo modo de pensar y nos incite a descubrir quiénes somos en una sociedad que se quiera más a sí misma. Que aproveche al máximo nuestra creatividad inagotable y conciba una ética --y tal vez una estética-- para nuestro afán desaforado y legítimo de superación personal. Que integre las ciencias y las artes a la canasta familiar, de acuerdo con los designios de un gran poeta de nuestro tiempo que pidió no seguir amándolas por separado como a dos hermanas enemigas. Que canalice hacia la vida la inmensa energía creadora que durante siglos hemos despilfarrado en la depredación y la violencia, y nos abra al fin la segunda oportunidad sobre la tierra que no tuvo la estirpe desgraciada del coronel Aureliano Buendía. Por el país próspero y justo que soñamos: al alcance de los niños.

Tomado de Aldana Valdés, E., & Otros. (1996). Colombia: al filo de la oportunidad. Bogotá: Tercer Mundo.

sábado, 20 de mayo de 2017

MI OBRA

Por: Michel Foucault

En este proyecto general que lleva el signo, si no el título, de ¨historia del pensamiento¨, mi problema consistía en hacer algo un poco diferente de lo que practican, de una manera perfectamente legítima, por otra parte, la mayoría de los historiadores de las ideas. En todo caso, quería diferenciarme de dos métodos, ambos, por lo demás, también perfectamente legítimos. Diferenciarme en primer lugar de lo que podemos llamar, lo que llamamos historia de las mentalidades, y que sería, para caracterizarla de un modo esquemático, una historia situada en un eje que va del análisis de los comportamientos efectivos a las expresiones que pueden acompañar esos comportamientos, ya sea que los precedan, los sigan, los traduzcan, los prescriban, los enmascaren, los justifiquen, etc. Por el otro lado, también quería diferenciarme de lo que podríamos llamar una historia de las representaciones o los sistemas representativos, es decir una historia que tendría, que podría tener, que puede tener dos objetivos. Uno que sería el análisis de las funciones representativas. Y por ¨análisis de las funciones representativas¨ entiendo el análisis del papel que pueden desempeñar las representaciones, sea con respecto al objeto representado, sea con respecto al sujeto que se las representa; un análisis, digamos, que sería el análisis de las ideologías. Y el otro polo, me parece, de un análisis posible de las representaciones, es el análisis de los valores representativos de un sistema de representaciones, es decir el análisis de éstas en función de un conocimiento -de un contenido de conocimiento o de una regla, de una forma de conocimiento- considerado como criterio de verdad o, en todo caso, como una verdad referencia con respecto a la cual se puede fijar el valor representativo de tal o cual sistema de pensamiento, entendido como sistema de representaciones de un objeto dado. Pues bien, entre esas dos posibilidades, entre esos dos temas (el de una historia de las mentalidades y el de una historia de las representaciones), lo que procuré hacer es una historia del pensamiento. Y al hablar de ¨pensamiento¨ hacía alusión a un análisis de lo que podríamos llamar focos de experiencia, donde se articulan unos con otros; primero, las formas de un saber posible; segundo, las matrices normativas de un comportamiento para los individuos, y por último, modos de existencia virtuales para los sujetos posibles. Estos tres elementos - formas de un saber posible, matrices normativas de comportamiento, modos de existencia virtuales para los sujetos posibles-, estas tres cosas o, mejor, la articulación de estas tres cosas, es lo que puede llamarse, ¨creo focos de experiencia¨.

Sustituir la historia de los conocimientos por el análisis histórico de las formas de verificación; sustituir la historia de loas dominaciones por el análisis histórico de los procedimientos de la gubernamentalidad, y sustituir la teoría del sujeto o la historia de la subjetividad por el análisis histórico de la pragmática de sí y las formas adoptadas por ella: esas eran las diferentes vías de acceso mediante las cuales intenté circunscribir un poco la posibilidad de una historia de lo que podríamos llamar ¨experiencias¨. Experiencia de la locura, experiencia de la enfermedad, experiencia de la criminalidad y experiencia de la sexualidad, otros tantos focos de experiencias que son, creo, importantes en nuestra cultura. Tal fue entonces, si se quiere, la trayectoria que procuré seguir y que era preciso tratar de reconstruir honestamente en beneficio de ustedes, aunque sólo fuera para recapitular.   

Tomado de: Foucault, Michel. (2011). El gobierno de sí y de los otros: curso en el Collège de France: 1982-1983. Buenos Aires. Fondo de Cultura Económica. Págs. 18-19, 21-22.

sábado, 25 de mayo de 2013

PENSAMIENTOS CULOS



Por: Jairo Báez

Todo es historia nada es verdad

Como buen hegeliano, no dejo de buscar la verdad, pero así mismo se que, lo que hoy creo verdadero mañana tendrá que ceder su lugar a otra verdad mucha más depurada. Ante esto no me queda más que ubicarme como buen historiador, a mostrar la historia de las ideas que han sido señaladas como verdad. ¿Quién hoy puede estar seguro de su verdad?, ¡qué valiente es él!, pero como yo no soy valiente, debe asumir que lo único que me queda es la historia de la verdad.

La chimoltriufia

El gran teórico de los posmodernistas es la chimoltriufia. Esa que dice que así como puede decir una cosa también dice la otra, es quien hoy dirige el pensamiento posmoderno, la coherencia y la armonía no es el principio posmoderno, lo importante para el posmodernista es el momento dicho, el que permita nombrar sus inquietudes. Marcianos, Santos, Chamanes, Científicos, todos van al mismo costal; hacer de la ciencia una religión, del mito una verdad acabada y de una especulación una prueba de fe, es propio del mundo posmodernista. Lo importante es hablar, lo importante es creer, no importa referencias, las referencias son personales, mínimas, subjetivas. Lo importante es hablar, ya no se le debe sostener a nadie, total la verdad es personal, la sociedad, el colectivo, la comuna, el otro, murió.    

Soluciones

El hambre no se mata a punta de bala; sin embargo, toda alevosía en contra del estado actual de la sociedad se arregla armando los ejércitos para acabar con aquel que, por física hambre, pone en entredicho la buena administración del Estado. Muerto el hambriento, muere el legítimo contradictor. Muerto el crítico muere el inconformismo y los problemas se acaban. Qué buen silogismo maneja el statu quo.

El Decretismo

Aquí acostumbramos a arreglar los problemas por decreto. Los problema del hambre, de la salud, de la violencia, de la guerra, de la educación, etc., se acaban por decreto; Solo se necesita un presidente que decrete lo urgente, pues a la larga nadie hace caso, nadie lo tendrá en cuenta, por supuesto, ni él mismo, pero lo cierto es que la ley existe, eso tranquiliza las conciencias.

El Mesías

En mi país el Mesías se rehúsa a morir,  y sin embargo siempre lo matan. Como pueblo hambriento y desprotegido siempre se acoge al primer Mesías que aparece, no importa si es derecho, es izquierdo o de centro. Cualquier hablador que prometa acabar con los problemas personales, arrollados en colectivos incapaces, es vanagloriado por el tiempo que dura la ilusión. Pero qué pronto cae en desgracia y pronto reemplazado por otro. Hasta cuándo mi pueblo seguirá esperando el Mesías, y hasta cuándo seguirá descalificando a los Mesías aparecidos. Bienvenidos presidentes, alcaldes, senadores, concejales, profesores, investigadores, grandes Mesías de nuestro tiempo. Posdata, antes los llamaban demagogos.  

El idiota útil

Cada vez me convenzo más que es una ley natural ser un idiota útil; pero que es un imperativo humano saber a quién beneficia nuestra idiotez.  Por ejemplo, me pregunto, a quién beneficia toda esta caterva de discursos posmodernistas que tan fácilmente se han instaurado en la América Latina y países tercer mundistas. Los recientes descubridores de otras realidades descubrieron el agua tibia, no se han dado cuenta que los humanos han vivido diferentes realidades; fueron míticos y se estancaron en la teocracia. Ahora reinan en la tecnocracia y van rumbo a una realidad psicótica. 

El derecho natural

Un argumento que se sigue manejando en la actualidad para justificar muchas de las actitudes humanas se remite al derecho natural. Hoy a nadie le da vergüenza invocar el derecho natural para justificar la propiedad privada y la familia. No se sabe por qué  se siguen manejando esas categorías sí la naturalidad solo la podemos justificar en aquellos a quienes se les niega la capacidad de razonar.

El hombre colombiano

Ser hombre en Colombia es de lo más ¨berraco¨. En este país el hombre es un satán. El hombre es el malo, el victimario, el insensible. En la Constitución Nacional, se promueven los derechos del niño, de la mujer, del anciano, del adolescente, y de todos sus habitantes, exceptuando los derechos del hombre. Ser hombre entre los 18 y los 50 años es nefasto, pues mientras todos lo satanizan, las estadísticas muestran que es el que más muere por causa de la violencia, a manos de las fuerzas físicas  y las relaciones sociales. Por eso en Colombia con certeza se puede decir que el hombre es un pobre diablo.

La sociedad de los pordioseros

En esta sociedad de miseria y diferencia social, la mendicidad se hace reina y señora de los valores. El dadivoso encuentra en el necesitado la forma de redimir sus culpas, y el mendicante la manera de subutilizar sus capacidades, en cambio sí, tomar el camino del menor esfuerzo. Es tan aberrante aquel que entrega su fortuna para alimentar a los pobres como aquel que besa los pies de otro en señal de altruismo y humildad; esto sólo es muestra de una falsa bondad. Es tan lamentable ver al que pide limosna a la entrada de una iglesia como al que crea una ong para limosnear en nombre de los pobres. El sentirnos incapaces, el no utilizar nuestras capacidades para beneficio individual y colectivo, es la esencia de la verdadera pobreza; pobre no es el que no tiene los recursos en el momento para mantenerse, sino aquel que no se da cuenta que los puede conseguir sin necesidad de humillarse ante el próvido. Ostentoso no es el que tiene y se desprende de ello, ni aquel que se quita una mano para tirarla a los perros. Entregar el bienestar por el bienestar pasajero de otros, no es propiamente un acto de desprendimiento.

Las pretensiones de los hombres con la verdad

En el deseo de verdad que maneja el hombre encontramos dos claras tendencias que se surgen de dos conceptos distintos que a veces se tienden a confundir. La verdad en el hombre toma los derroteros de la explicación y la interpretación. En la verdad como interpretación no se pretende tanto llegar a fotografiar la realidad para ir sobreseguro al actuar, sino más bien ir depurando, limpiando el camino hasta la seguridad de haber llegado al fin último, e incluso se pensaría que el interpretante no está tan imbuido en obtener la verdad final; más allá de eso, lo que desea es que cualquier avance tenga una utilidad en ese momento. El fin de la verdad interpretativa es movilizar a otros estados, a estados deseados o pretendidos. En la verdad como explicación hay implícito el deseo de obtener la verdad de un solo tajo, de fotografiar de una vez por todas la realidad, pues se tiene la convicción de que si no se tiene la verdad última no se podría actuar, no se podría lograr ningún beneficio.  Aunque la verdad se ha mostrado, de esta manera, rebelde a la tendencia explicativa, aun siguen existiendo gran cantidad de hombres que se aferran a esta pretensión con vehemencia.

¿ Y el objeto psicológico?

Cuál es el objeto psicológico, qué estudian los psicólogos. qué hacen los psicólogos. Son momentos difíciles para la psicología, pues se ha perdido su objeto; algunos de sus profesionales se camuflan en discursos diferentes, ante el primer embate que le hace el medio de su autenticidad y efectividad. Algunos se han vuelto filósofos, antropólogos, sociólogos, trabajadores sociales, educadores, etc; aunándose al grito de que la psicología no sirve para nada; pero lo sintomático es que no renuncian a su profesión de psicólogos; ejercen con el título de psicólogos camuflados en discursos extraños. Hasta chamanes son ahora. Algunos de éstos, balbucean que en la práctica no hay disciplinas sino trabajadores comprometidos con el factor social. ¿Entonces, para que estudiar una carrera específica?, ¿Será mejor volver a la antigua licenciatura en humanística?

El objeto psicológico se ha perdido, quien lo encuentre deberá dar cuenta de qué lo hace sui generis; qué lo diferencia de todos los demás objetos de otras ramas de la  ciencia que tienen a su interior inscrito el hombre, la sociedad, y el medio en que se desenvuelven. Deberá señalar por qué es fundamental la especificidad de una disciplina como la psicología y practicarla sin miedo al primer detractor que le aparezca.

Los que viven del cartón

Los hombres de cartón invaden el país, y no me refiero exactamente a los indigentes; me refiero a los doctores, que van de universidad en universidad, pagando con su dinero para que les den un cartón. Cartón que los acredita como profesionales en un saber que no poseen; doctores allí donde, por antonomasia, es imposible. Hoy se ven por todo lado, con la petulancia del farsante, diciendo cosas, sin mayor fundamento, amparados en su cartón y siendo la vergüenza de la calidad de la educación, de un país que entregó su más preciado recurso, y esperanza, a los mercaderes ávidos de lucro a corto plazo. La educación se volvió un negocio, y el estudiante se volvió un cliente; y cliente satisfecho trae más clientes. Pero ¿cliente satisfecho es buen estudiante y buen profesional? Por sus hechos los conoceréis, nada aportan al saber, al país. Más allá de desplazar a otro en un puesto de trabajo, nada logran con su cartón. Y ¿cuándo serán desplazados éstos?, cuando otro nuevo cartón salga al mercado.

Los nuevos fariseos

Hoy los nuevos fariseos, como los de antaño, predican una cosa y hacen otra. Los fariseos se hacen llamar científicos y actúan como místicos y míticos. A los fariseos le es imposible vivir sin dioses, por eso endiosan a los hombres y desconocen las ideas. De ahí que nuestro país empiece el siglo con muchos sabios y poco saber. ¿Cuántos quieren ser dioses? y ¿Cuántos quieren adorarlos? Mientras no cedamos realmente a la pretensión de endiosar y alabar, seremos víctimas del oportunismo; grandes sabios no se dejen adorar, que valoren sus ideas como catapultas para nuevas ideas. El mayor respeto para un hombre de ciencia es el no ser adorado, el mayor respeto para el hombre de ciencia es el utilizar sus ideas para crear nuevas ideas. El respeto no implica adoración, ni endiosamiento.

Los nombres asumen las culpas de los hombres

¿Qué culpa tienen los nombres, de las culpas de los hombres? Hay nombres que fueron llevados al ostracismo por el único delito de haber sido dados a personas que por su forma de ser, hoy no son de ejemplo para la sociedad reinante. A nadie quieren llamar hoy Caín, Judas, Mesalina, Celestina, Herodes, Pilatos, Edipo, Brutus, Nerón, Calígula. Pero ninguno nombre de estos es fratricida, traidor, prostituta, alcahueta, infanticida, lavaculpas, parricida, magnicida, matricida, ni pirómano.

Los fundamentos o los valores

Una idea circula por la cotidianidad, que se debe empezar a cuestionar. Se dice que sobre fundamentos no hay discusión, y que en los fundamentos están los valores. En síntesis, sobre fundamentos y valores no debe haber discusión porque son inviolables y no negociables. Por ejemplo, el fundamento es la vida y el valor defender la vida. Pero, quién no se ha preguntado, el día de hoy, qué es la vida y en qué consiste su defensa. La vida, acaso es la constituida a partir del hidrógeno, el oxígeno y el carbono, en su esencia, HCO; ¿qué va a pasar con la vida basada en el cilicio, que sucedería si encontráramos nuevas formas de vida? Y en la defensa de la vida, ¿es justo dejar vivir a todo ser engendrado para luego dejarlo morir de hambre?, ¿o acabar su existencia en un acto de barbarie?; ¿es la eutanasia tan vituperable, como quieren hacerla aparecer algunos, cuando prodiga descanso y desliga del sufrimiento y el dolor? ¿Es acaso justo dejar vivir a alguien, para luego sentenciar su muerte porque, a nuestro juicio, ha causado un daño irreparable?

La explosión demográfica es el enemigo

Si no tomamos conciencia del hecho que los recursos naturales se están acabando y que la población humana está creciendo desmesuradamente, el sufrimiento y decadencia del género homosapiens serán cada vez más agobiantes. Las guerras aumentarán, el hambre y la pobreza serán una constante. La procreación es una responsabilidad civil y no un derecho natural para el hombre.  No debemos confundir el derecho individual al placer sexual con el deber social de la procreación. Ser feliz no implica hacer infelices a otros.

La fidelidad como posesión social

El gran cambio social se dará cuando comprendamos que la fidelidad es un atavismo que debemos superar. La fidelidad era válida cuando la mujer dependía económicamente del hombre y era declarada incapaz y menor de edad de por vida; además cuando había celo porque los padres heredaran la fortuna a sus legítimos hijos. Hoy cuando la mujer ha quedado en igualdad de condiciones con respecto al hombre, la fidelidad se convierte en un elemento anquilosante del progreso social. 

Ahora que tanto mujeres como hombres devengan económicamente, poco importa quien sea el padre o la madre y quien herede. Lo importante es darnos cuenta que todas las mujeres son iguales y que merecen el respeto y el lugar que merecía la antes favorecida mediante un trato de fidelidad. Todas las mujeres son valiosas y merecen ser reconocidas como tales. Eso debe entenderse igualmente en la relación de ellas con los hombres; todos los hombres son iguales y como tal deben ser tratados y respetados. El día que comprendamos, la gran sentencia de Antonio Machado, ese día la verdadera revolución social se va a dar: ¨Cada niño es el tuyo, cada hembra tu mujer¨

Los discursos pesticidas y los discursos victimistas

Dos discursos, concurrentes en nuestro contexto, no permiten el logro de objetivos más valederos y justos socialmente. Por un lado los discursos pesticidas, esos en los cuales se señala que se va a acabar con todos los males que ocasionaron los que precedieron o están en tal o cual función; o también, aquellos que rezan que no irán a hacer ese algo que dice su contradictor, por ser terriblemente nefasto. Por el otro lado están los discursos victimistas, donde se asegura que todo el mal que se sufre es a consecuencia del otro; los otros son malos, se confabulan para no dejarlos surgir o hacer lo que es bueno para ellos mismos. Si las cosas van mal es a causa de los administradores de turno, pero todo eso acabará cuando ellos entren a administrar. Si no podemos progresar es porque los norteamericanos no quieren dejarnos desarrollar, porque han orquestado todo un movimiento para mantenernos  en el subdesarrollo, que los irá a beneficiar a ellos.

Los humanos no son tan humanos

En medio de tanta ubicación prepotente, el hombre se ha hecho llamar humano, con categorías que lo alejan de todo ser natural. No deja de causar gran hilaridad semejante esperpento cuando se comprueba que, por un lado, no deja de ser más que un producto natural y por el otro que no tiene nada de aquello que dice tener. No es inteligente, gran parte de sus acciones rayan en la estupidez; no es el único que tiene lenguaje, no se le puede corroborar sus verdaderos parámetros éticos y morales, como tampoco se le puede validar la voluntad de sus acciones. En cambio, nunca antes, se había visto tanto manejo inadecuado de los recursos y del medio, como se ve en la actitud del humano. Se matan, se agreden, se destruyen de una forma ridículamente cruel y, lo más terrible, sufren por eso. Sí, los humanos son diferentes pero no son humanos.

Los atavismos que debemos superar

Dentro de los atavismos que debemos superar, si queremos un progreso social, está la revaluación de ciertos conceptos primitivos, que frenan el desarrollo individual y social. Me refiero, en especial, a los conceptos de espíritu, alma, dios y sentimiento. El espíritu y el alma son conceptos creados por el hombre primitivo para explicar ciertas categorías de difícil comprensión para sus comienzos, tales como los sueños, las alucinaciones, la muerte, etc. El concepto de dios, de origen, igualmente, primitivo pero algo más evolucionado, justifica su presencia en la medida que la incapacidad del hombre, no le permitía manejar el mundo natural, su grado de efectividad era mínimo; ya ahora, como lo muestra la historia del hombre y la ciencia, la instrumentación del mundo es cada vez más efectiva, por tanto la necesidad de ese concepto debe ir desapareciendo. El sentimiento, hoy lo sabemos, con los aportes de Pavlov, son condicionamientos clásicos inscritos en el sistema límbico, talámico e hipotalámico, que elicitan ciertas respuestas motoras, las cuales el hombre tiende a explicar mediante representaciones tales como amor, odio, etc. En últimas, querámoslo o no, son sólo conductas adaptativas libres del trato voluntario.

La familia de hoy: perversa polimorfa

Ese término que acuñara Freud para la sexualidad cómo se acomoda, tan perfectamente, a la familia de hoy. Si algo caracteriza a la familia actual es su desviación de toda normatividad; ya la vieja idea de padre, madre e hijos pasó de largo, para dar paso a la más variada forma familiar. En ese ramillete, llamado familia, se puede encontrar a la madre con su hijo, al padre con su hijo, esposos sin hijos, nietos y abuelos, tíos y sobrinos, y cualquier diversidad de personas que se vinculan de forma natural y social para formar una familia.

El incesto económico

Si queremos sacar esta sociedad de la postración en que se encuentra, debemos declarar inmediatamente la prohibición del incesto económico. Esto quiere decir que ningún tipo de contrato, donde la comercializacion de bienes y servicios esté en juego, podrá permitirse entre sujetos que tengan parentesco de consanguinidad o afinidad hasta el cuarto grado, tal y como reza la prohibición del incesto sexual. Ni el arrendamiento, ni la permuta y mucho menos la compraventa se podrá permitir en estas condiciones. Además, exceptuando la herencia patrimonial, que debe recibirse siempre, y en ningún momento más, después del fallecimiento del donante, ninguna otra donación podrá hacerse entre familiares o afines.

Esto permite, como mínimo, mayores entradas a un Estado que tiene dificultad financiera. Pero, lo más importante y crucial, de esta medida, es que el capital no se concentra en una o pocas familias, tal y como ahora está sucediendo; con la incidencia que todos vemos. Con la prohibición de incesto económico fortalecemos la unidad social, permitiendo la expansión y cohesión comunal de manera mucho más firme, porque complementa la prohibición primitiva del incesto sexual, que tanto beneficio le ha traído a la sociedad humana.

Niños en la guerra

utilizar a los niños en movilizaciones con propósitos antibélicos es tan vergonzoso como utilizarlos en la guerra. Al fin y al cabo, ambos, son caras de una misma moneda, la utilización de los niños en la guerra. Si no aprendemos  que no existen ni los buenos ni los malos en una guerra, como la que vive nuestro país, posiblemente lo único que hagamos es mantener por tiempo indefinido esta masacre que nos destroza cada vez más. No se puede creer que los guerrilleros, o los paramilitares son los malos y nosotros los buenos, todos somos culpables por permitir que esto suceda, que esto le suceda al país. Así, de esa manera, no es justificable que se utilice a los niños en un problema que crearon los adultos. Es tan nefasto secuestrarlos, como utilizarlos en caminatas contra el secuestro, ambos son atentatorios de los derechos de los niños. Los niños deben estar preparándose para un mundo de paz, si es realmente paz lo que queremos los adultos; a cambio de estar en marchas deben estar en los jardines, en los parques, en los colegios y en toda institución que les permita su formación. No olvidemos que muchos de aquellos que hoy señalamos como ¨jefes de los malos¨ fueron menores que tuvieron que sufrir pérdidas afectivas, que esto los hizo guerreros y se comportan ahora como guerreros. Si se lleva un niño a la guerra se volverá guerrero, no hay de otra.


Nota: El autor declara no acordarse cuando escribió este texto... o si alguna vez lo escribió; pero afirma ser de su autoría.