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miércoles, 28 de junio de 2017

EL OTRO NECESARIO PARA HABLAR DE SÍ MISMO


Por: Michel Foucault.

El estatus de ese otro, tan imprescindible para que yo pueda decir la verdad sobre mí mismo, y su presencia plantean, como es evidente, es una serie de problemas. No resulta tan fácil de analizar, pues si es cierto que conocemos relativamente bien a ese otro tan necesario para el decir veraz sobre uno mismo en la cultura cristiana, en la que adopta la forma institucional el confesor o el director de conciencia, y también es cierto que se puede señalar con bastante facilidad y la cultura moderna a ese otro, cuyo estatus en funciones habría que analizar sin ninguna duda con mayor precisión –ese otro  indispensable para que yo pueda decir la verdad sobre mí mismo, sea al médico, el psiquiatra, el psicólogo  o el psicoanalista-, en la cultura antigua, antes bien, aunque su presencia está perfectamente atestiguada, hay que reconocer que su estatus es mucho más variable, mucho más vago, está recortado e institucionalizado con mucha menos claridad. En la cultura antigua, ese otro que me es tan necesario para decir la verdad sobre mí mismo puede ser un filósofo de profesión, pero también una persona cualquiera. Acuérdense, por ejemplo, de ese texto de Galeno sobre la cura de los errores y las pasiones, donde señala que, para decir la verdad sobre sí mismo y conocerse, uno necesita a otro a quien debe buscar un poco en cualquier parte, con la sola condición de que sea un hombre de edad y serio. Puede ser un filósofo de profesión, puede ser también un quídam. Puede ser un profesor, un profesor que mayor o menor medida partícipe de una estructura pedagógica institucionalizada (Epicteto dirigía una escuela), pero puede ser un amigo personal, puede ser un amante. Puede ser un guía provisorio para el hombre joven que todavía no ha llegado a su plena madurez, que todavía no ha tomado sus decisiones fundamentales en la vida, que todavía nos completamente dueño de sí mismo, pero también puede ser un consejero permanente, que siga alguien a lo largo de su existencia y lo conduzca hasta su muerte. Acuérdense, por ejemplo, de Demetrio el Cínico, que era consejero de Trásea Peto, un hombre importante en la vida política romana de mediados del siglo I, y que lo sirvió como consejero hasta el día mismo de su muerte, el gesto de su suicidio; Demetrio, en efecto, asistió al suicidio de Trásea Peto y conversó con él, a la manera, claro está, del diálogo socrático, sobre la inmortalidad del alma hasta su último suspiro.

El estatus ese otro es, por tanto, variable. Y su papel, su práctica misma, tampoco son tan fácil de discernir, de definir, porque en cierto aspecto ese papel tiene que ver con la pedagogía, se apoya ésta, pero es también una dirección del alma. Puede ser asimismo una suerte consejo político. Pero ese papel también se metaforiza y quizás hasta se manifiesta y cobra forma en una especie de práctica médica, porque se trata en efecto el tratamiento del alma y de la determinación de un régimen de vida, o régimen de vida que comporta, por supuesto, el régimen de las pasiones, pero igualmente el régimen alimentario, el modo de vida en todos sus aspectos.


Pero, cualquiera que sea la incertidumbre o, si lo prefieren, la polivalencia, los diferentes aspectos y perfiles bajo los cuales vemos aparecer a ese otro tan necesario para decir la verdad sobre uno mismo, si esos perfiles son numerosos y el otro es polivalente, o sea su papel mismo –entre medicina, política y pedagogía- no siempre fácil de captar, de todas maneras, sea cual fuere ese papel, sea cual fuere su estatus, sea cual fuere su función y sea cual fuere su perfil, ese otro, indispensable para decir la verdad de uno mismo, tiene o, mejor, debe tener, para ser efectivamente, para ser eficazmente el socio del decir veraz sobre sí, una calificación determinada. Y esa calificación no es, como en el caso la cultura cristiana, con el confesor o director de conciencia, una calificación dada por institución y vinculada a la posesión y el ejercicio de ciertos poderes espirituales específicos. Tampoco es, como en el caso la cultura moderna, una de calificación institucional que garantice determinado saber psicológico, psiquiátrico, psicoanalítico. La calificación necesaria para ese personaje incierto, un poco brumoso y fluctuante, es cierta práctica, cierta manera decir que se llama precisamente parrhesía (hablar franco).

Tomado de: Foucault, Michel. (2010). El coraje de la verdad. El gobierno de sí y de los otros II: curso en el Collège de France: 1983-1984. Pags. 23-24. México. Fondo de Cultura Económica.